domingo, 10 de abril de 2022

¡GRANDEZAS DIVINAS!


Oh Señor, por amor a tu siervo y según tu corazón, has hecho toda esta grandeza, para hacer notorias todas tus grandezas

(1Crónicas 17:19)

Creo que todo en la persona de nuestro Señor y Dios está caracterizado por la grandeza, lo excelso, la perfección, lo sublime, lo asombroso, lo maravilloso, en fin, por  lo propio de la divinidad. Y si desde nuestra perspectiva y visión de mortales y pecadores, de criaturas necesitadas de un tipo de segunda oportunidad que únicamente Dios puede ofrecer, tratásemos de ordenar o establecer algún tipo de prioridad o importancia, desde nuestra necesidad y perspectiva, de las excelencias y cualidades de Dios, creo que es casi seguro que el amor ocuparía el primer lugar en esa organización y jerarquía de cualidades divinas.

Pocas cosas encuentran tanto eco en nuestra interioridad y condición de seres que sienten como el amor. Y es tal la necesidad de experimentar la realidad de eso que llamamos amor que si no lo tenemos lo inventamos, lo imitamos, lo fingimos, o lo imaginamos. Tanto en las relaciones humanas como en lo que tiene que ver con nuestra relación con Dios.

Por otra parte, muchas personas al hablar del amor de Dios lo hacen ver como algo barato y común, algo que está al alcance de todos y que sin inconveniente todos podemos disfrutar. De modo que resulta algo cotidiano y casi generalizado el leer, escuchar, y ver que mucha gente hable del amor de Dios. Pero el verdadero amor de Dios resulta muy difícil de percibir, ver y disfrutar, sino imposible, a menos que nos lo encontremos a través de la grandeza de las excelencias de la justicia de Dios, su perdón y su gracia, y esto además visto y percibido con la intervención del Espíritu Santo sobre nuestra mente y corazón.

Lo que muchas personas llaman equivocadamente amor de Dios es propiamente paciencia y/o bondad divina. Paciencia que se manifiesta en permitir, por ejemplo, que una persona que vive sin tomar en cuenta su condición a la luz de la autoridad que procede de la  revelación de la Palabra de Dios, disfrute, no obstante su réproba condición delante del Señor, de muchas bondades en su vida.      

Un par de textos bíblicos de oro sobre este tema son:

Mas Dios muestra su amor para con nosotros en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros” (Romanos 5:8), y,

Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado su Hijo unigénito, para que todo aquel que en Él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:16).

En ambos textos la manifestación del amor de Dios aparece unida a la entrega a muerte del Señor Jesucristo por razón de nuestros pecados. De manera que creo que es correcto afirmar que antes de que podamos percibir, apreciar y valorar, la grandeza del amor de Dios, necesitamos considerar el gran abismo que Él tuvo que cruzar por razón de nuestra condición de pecadores para poder manifestarnos su amor y hacer posible que nosotros en verdad lo podamos recibir y disfrutar.

La grandeza de la justicia de Dios

En nuestra mentalidad moderna se nos hace sumamente difícil reconocer y aceptar la gravedad de nuestra condición de pecadores y cómo ello nos mantiene separados de Dios. Y tal vez la primera pregunta que nos hacemos en este sentido es ¿Cuál es el problema del pecado? ¿Por qué nuestros pecados son un problema tan serio? ¿No puede Dios simplemente perdonarnos y pasarlo por alto sin darle tanta importancia? ¿No era posible que Él nos aceptara así como somos y estamos, y no encarnarse para morir por causa y razón de nuestros pecados?

Sé que esas son preguntas necias hasta cierto punto (puesto que no existe mejor alternativa que la que Dios el Señor ha tomado) pero creo que pueden ayudarnos a ver con más claridad algunos de los aspectos involucrados.

El asunto del pecado, cuya sola mención de la palabra causa una sensación de rechazo y molestia en no pocas personas, es el más serio de los problemas a que nos enfrentaremos en toda nuestra existencia. No existe mayor problema que el problema del pecado, a juzgar por la forma como afecta a quienes lo cometen y por las consecuencias personales y sociales, pero también temporales y eternas que conlleva.

El pecado afecta para mal todas nuestras condiciones de vida como seres pensantes y con capacidad de decisión. No existe problema en el amplio campo de las relaciones y el quehacer humano que no esté directamente relacionado con las consecuencias y efectos del pecado. Pero el problema medular con el pecado no es con relación al ser humano mismo y su estilo y condiciones de vida (lo cual siempre será de gran importancia, por cierto), sino, que el problema del pecado está relacionado en primer lugar con nuestro vínculo para con Dios y la trascendencia de la existencia que Él como Soberano Señor y Dios nos ha concedido.

El primer y principal problema que el pecado manifiesta tiene que ver con una especie de rebeldía y renuencia a reconocer la autoridad de Dios sobre nuestras vidas.

Recordemos que la entrada del pecado en el mundo y en la esfera humana tuvo lugar cuando nuestros padres, progenitores de la humanidad, voluntariamente decidieron rebelarse contra Dios. Ese primer pecado, tan simple y elemental, abrió las puertas a todas las atrocidades e infinidad de desgracias que luego veríamos a lo largo de nuestra historia. Y es que el pecado obra como una célula maligna que no permanece aislada, sino que se extiende progresivamente y contamina y destruye todo el ser. De allí que el primer acto de misericordia divina cuando nuestros padres pecaron contra Dios fue el impedir que tomaran del fruto del árbol de la vida en esa condición de pecado (Génesis 3:22-24).

            Desde esos tiempos venimos arrastrando el problema del pecado y sus dolorosas consecuencias. Pienso que si Dios hubiese tenido una mesa de consejeros y hubiese planteado el problema de la entrada del pecado en su creación, los consejeros le habrían dicho que destruyese esta creación e hiciese un nuevo proyecto. El pecado en verdad arruinó la creación, contaminó y pervirtió al ser humano, y terminará destruyendo casi todo sobre esta tierra. Era más fácil cancelar todo y comenzar de nuevo con unas criaturas más fieles y agradecidas, pero ese no fue el camino que la Divinidad escogió en su eterno, cierto y anticipado conocimiento. El Señor decidió que nuestra historia, así como se ha venido desarrollando bajo su dirección y voluntad de mando y gobierno, fue, es, y será, la mejor de las posibilidades y alternativas para que la manifestación de su gloria, majestad y grandeza, y la exhibición de todas sus perfecciones y gloriosos atributos y divinas características se anuncien por siglos eternos para alabanza de su dignísima Persona.  

            El pecado plantea la necesidad de la manifestación de la justicia divina. Dios es Justo, y porque Él es el Justo tiene que penalizar, condenar, y castigar el pecado, sin excepción, ya sea que quienes lo cometan sean criaturas angélicas o humanas, jóvenes o viejos, religiosos o irreverentes, ricos o pobres, no habrá voluntad con capacidad de decisión moral que peque contra la soberana autoridad y justa ley de Dios que no sea juzgado y sentenciado por ello, y, si no llega a un acuerdo con Dios según los términos que Él ha establecido, tendrá que enfrentar, finalmente, las inexpresables consecuencias de su pecado. Pero también he de expresar que el pecado, con toda su completa y repudiable carga en todos los aspectos que involucra, ha ofrecido la oportunidad para que la justicia de Dios se manifieste en múltiples sentidos y alcances. Y es por ello que podemos ver a Dios manifestarse como Juez, para juzgar, pronunciar sentencia, condenar justamente, y castigar merecidamente y con justa justicia el pecado en sus criaturas y en cada espacio de su creación (Jeremías 9:24).

La grandeza del perdón divino

            Pero el pecado también abrió la oportunidad para que se manifestara algo que nunca había sido visto por las criaturas de Dios: el perdón. Y porque Dios siendo infinitamente justo y santo es capaz de perdonar, marca la pauta y nos da el ejemplo a imitar, y en consecuencia se nos pide y exige que nos perdonemos unos a otros.

            Pero el perdón implica el reconocimiento de la realidad del pecado, de la ofensa, de la deuda, de la culpabilidad, de la justa condenación, y del ineludible pago que la justicia debe imponer.

            El perdón es una de las grandezas divinas más extraordinarias y asombrosas, al menos para nosotros, pecadores y convictos todos. Es uno de los temas más universales de la progresiva revelación divina tal como nos lo muestra la Biblia. Pero no podemos perder de vista el hecho sumamente importante que el perdón que Dios otorga, lo otorga libre y gratuitamente en justicia porque hubo Uno que pagó un precio infinitamente alto para que eso fuera posible. Todos los pecados que Dios haya perdonado alguna vez en el más lejano y remoto pasado, en el confuso y multitudinario presente, o los que habrá de perdonar en inmediato o muy distante futuro, cualquiera sea la levedad o gravedad del pecado cometido, absolutamente todo perdón que Dios otorga, lo otorga sobre la base del infinito y justo precio que el Señor Jesucristo pagó con sus sufrimientos y muerte en la cruz (Romanos 3:23-25).

            Por otro lado el perdón divino no es de carácter unilateral, quiero decir, que Dios no lo otorga independientemente de nuestra actitud, sentir y pensamiento. Un breve relato que compartió el Señor Jesucristo expresa este hecho con claridad:

Dos hombres subieron al templo a orar: uno era fariseo, y el otro publicano. El fariseo, puesto en pie, oraba consigo mismo de esta manera: Dios, te doy gracias porque no soy como los otros hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni aun como este publicano; ayuno dos veces a la semana, doy diezmos de todo lo que gano. Mas el publicano, estando lejos, no quería ni aun alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: Dios, sé propicio a mí, pecador. Os digo que este descendió a su casa justificado antes que el otro; porque cualquiera que se enaltece, será humillado; y el que se humilla será enaltecido

(Lucas 18:10-14)

            Si hemos de optar por el perdón divino tenemos entonces, necesariamente que reconocer nuestra culpabilidad. Si no nos reconocemos culpables no podremos ser perdonados. Si no nos reconocemos perdidos no podremos ser salvados. Si no nos reconocemos como enemigos de Dios no podremos ser reconciliados. Y este a resumidas cuentas es el grandioso mensaje del “Evangelio de la gracia de Dios” (Hechos 20:24). Que el Dios infinitamente santo y perfecto, aquel a quien ninguno de los hombres ha visto ni puede ver y seguir viviendo, Él, que de ninguna manera tendrá por inocente al que es culpable, está dispuesto a perdonar, y perdonar de raíz todo el mal que pueda haber en el corazón, del hombre o la mujer, del joven o la jovencita, del anciano o de la anciana, de todo aquel que, reconociendo su pecado y lamentando su condición de pecador, se acerque en fe a la fuente de limpieza y perdón que Dios mismo ha establecido para el perdón de todo tipo de pecados, que es el Señor Jesucristo y su siempre vigente sacrificio redentor en la cruz del calvario. El que así lo haga obtendrá por gracia perdón para sus pecados, y justificación por gracia de su condición de pecador para con Dios. Y esta última palabra, “gracia”, nos lleva a nuestra última consideración.

La grandeza de la gracia de Dios

            Si de grandezas divinas hablamos, tenemos que colocar algo sublime, extraordinario, digno sólo de Dios, en el primer lugar, desde nuestra posición de criaturas pecadoras, y esto es su gracia.

            La gracia de Dios es esa asombrosa cualidad de nuestro Dios que hace posible que Él nos pueda perdonar aunque no lo merezcamos (Efesios 1:7). Porque Dios es un Dios de gracia es que el Evangelio puede ofrecer justificación legal a aquellos que no son merecedores de ello por sí mismos, pero que por los méritos de Otro pueden, legalmente, acceder a tan extraordinario beneficio  (Tito 3:7). La gracia de Dios es lo que hace posible que Él haya ofrecido bendecirnos eternamente aunque nunca nos hiciéramos merecedores de ello (Efesios 2:4-9). Gracia es lo que reciben los culpables cuando reconocen su culpabilidad y deciden poner su confianza en la justicia perfecta del Señor Jesucristo. Gracia es lo que hace segura la salvación de los débiles e inconstantes creyentes.      

            Luego, sobre estos tres rieles divinos (justicia, perdón y gracia) es que podemos recibir y experimentar el amor de Dios y, como respuesta de nuestra parte, crecer en amor para con Dios. Si hemos de amar profundamente a Dios tendremos que ocuparnos en tratar de comprender y valorar las implicaciones de su justicia, gracia y perdón para con nosotros. Por otro lado, si tenemos una pobre y superficial idea de la justicia de Dios, de la naturaleza de su gracia y del asombroso hecho del perdón divino, entonces nuestro amor para con Él será también muy pobre y superficial, sin apenas trascendencia para nuestro vivir.  

            Estos a muy resumidas cuentas son algunos de los hechos. Cada uno de nosotros tendrá que escoger si insistiremos en buscar el sentido del vivir alejados del Señor que nos trajo a la existencia, y quien finalmente nos habrá de juzgar, o si nos propondremos reencontrarnos en reconciliación con Dios por medio del Señor Jesucristo y cruz. Él es quien nos ha amado aunque no lo merecíamos. Él fue el que hizo posible ese verdadero milagro de justicia que proclama el Evangelio al ofrecer a los pecadores, sin faltar a la justicia, un perdón que no merecen. Él es quien ha asegurado que si decidimos confiar en su palabra, justicia y salvación, nos justificará, perdonará y salvará, sin que seamos merecedores de ello, sólo por pura gracia, inmerecida y maravillosa gracia. Es imposible que haya mejores noticias que estas…

Yo sanaré su rebelión, los amaré de pura gracia…

(Oseas 14:4)

En abril de 2022

Antonio  Vicuña.

 


Compartir

No hay comentarios:

Publicar un comentario