VIDA MATRIMONIAL


    Bienvenidos a esta pequeña sección dedicada al área matrimonial. No me ha sido fácil el decidir abrir este espacio temático pero la necesidad es abrumadora, y ante la tristeza de tener que ser testigo de tantos fracasos en esta área, no quiero dejar de compartir algunas experiencias que podrían ayudar y hasta transformar la relación matrimonial de muchas parejas. Quiero que sepan, apreciados lectores, que no me considero una autoridad en el campo de la vida matrimonial, no obstante, si considero que por la gracia de Dios, en casi 18 años de matrimonio, mi esposa y yo hemos superado algunas situaciones que pudieron haber terminado en el divorcio o en una relación fracturada, hiriente y decepcionante. Escribo y presento estas lineas en la esperanza de que puedan ofrecer dirección, consejo, y aliento renovado a todos aquellos que transitan por la desafiante avenida de la vida matrimonial. Quizá el tiempo en que soñábamos ha pasado, las circunstancias han cambiado,  la vida nos ha cambiado, sin embargo, hoy podemos hacer un alto y decidir emprender un proceso de restauración y renovación en nuestra relación matrimonial y hacer de ella, lo que debe ser: una de las relaciones más significativas del vivir.   


"Entrenamiento para dos"
(La historia de Booz y Rut)


     Habían pasado más de quinientos años desde que habían sepultado el cadáver del anciano Jacob en la cueva de Macpela. Fueron años llenos de acontecimientos para los descendientes de Jacob. Allí estaban los duros años de la esclavitud de Egipto, que culminaron en bondadosa liberación de parte de Dios. Allí estaban los cuarenta años de errar por el desierto, que llegaron al apogeo con la gran conquista de Canaán. Allí estaban después los extraños ciclos de años de pecado, de servidumbre y de salvación que conocemos como el periodo de los jueces. Aquella oscura época nos provee el escenario para la más hermosa historia de amor que se encuentra en la Biblia, la historia de Booz y Rut.
     “Aconteció en los días que gobernaban los jueces, que hubo hambre en la tierra. Y un varón de Belén de Judá fue a morar en los campos de Moab, él y su mujer, y dos hijos suyos” (Rut 1:1). Ese hombre, llamado Elimelec, murió en Moab, dejando viuda a Nohemí, y a sus dos hijos, Mahlón y Quelión. Estos se casaron con mujeres moabitas. Así las cosas, sucedió lo que parecía ser un juego trágico del destino, ambos muchachos murieron, dejando a Nohemí en tierra extraña acompañada únicamente de sus dos nueras moabitas, Rut y Orfa. Cuando ella oyó que Dios había prosperado a su pueblo con alimentos, decidió regresar a su tierra, a Belén.
     A sugerencia de Nohemí, Orfa se quedó en Moab pero Rut no quería ni pensarlo. Ella era una de esas raras personas que amaban profundamente y sin egoísmos. Y ella amaba a su suegra. Recordemos sus palabras: “No me ruegues que te deje, y me aparte de ti; porque a donde quiera que tu fueres, iré yo, y dondequiera que vivieres, viviré. Tu pueblo será mi pueblo, y tu Dios mi Dios” (Rut 1:16). Este su Dios estaba a punto de conducirla a un hombre maravilloso con el cual habría de unirse.
     Lo primero que nos llama la atención en cuanto a estos dos que Dios, por su gracia, hizo que se encontraran, es su preparación espiritual. Aunque la familia de Elimelec no estuvo centrada en la voluntad de Dios ni en las corrientes de las bendiciones de Dios, ellos sí realizaron algo valioso. Por su testimonio esa joven moabita, llamada Rut, dejó de adorar a Quemos, dios de los moabitas, así como todas las prácticas abominables que acompañaban esa adoración, y puso su confianza en el único y verdadero Dios vivo: “Y tu Dios (será) mi Dios” (Rut 1:16), declaró ella con denuedo. Y para todos los que la conocían era evidente que ella había llegado a disfrutar de íntimas relaciones con el Señor Dios de Israel. Algún tiempo después Booz le diría: “Jehová recompense tu obra, y tu remuneración sea cumplida de parte de Jehová Dios de Israel, bajo cuyas alas has venido a refugiarte” (Rut 2:12). Su confianza en Dios y el amor que le tenía, eran la fuente de su fortaleza y de su belleza interiores que no podían quedar ocultas, y el amor que ella tenía por los demás, que no podía dejar de manifestarse.
     Consideremos lo que ella hizo: En vez de estar cavilando sobre la pérdida de su propio esposo, se consagró a hacerle frente a las necesidades de su suegra, a llenar el vacío que se había abierto en la vida de Nohemí y a ayudarla lo mejor que podía. Eso significaba dejar su casa, familia y amistades; mudarse a otro país para ser una extranjera despreciada, y vivir en pobreza y privaciones. ¿Y por qué motivo? Su amor y su preocupación por su suegra fueron evidentemente los únicos motivos que ella tuvo. Booz lo señalaría más tarde en otra parte del relato: “He sabido todo lo que has hecho con tu suegra después de la muerte de tu marido, y que dejando a tu padre y a tu madre y la tierra donde naciste, has venido a un pueblo que no conociste antes” (Rut 2:11).
     Muchísimas mujeres que aman a su marido no parecen amar a la madre de él. Y parece que los hombres tienen el mismo problema con la madre de su esposa, lo que se hace evidente por los chistes que se oyen sobre las suegras, y que han estado circulando en todos los tiempos. ¿De dónde viene un amor como el de Rut? Viene del Señor de todo amor. Si queremos tener un poco de ese amor, hemos de mantener íntimas relaciones con Dios al igual que Rut. Cuando llegamos a conocer a Dios y llegamos a entender lo mucho que nos ha dado, nos animamos a dar de nosotros para bien de los demás, incluyendo a nuestros parientes políticos. Y cuando hacemos eso, las tensiones y el malestar comienzan a transformarse en armonía y felicidad.
     Nunca es demasiado pronto para aprender estas lecciones de amor. Podemos empezar e enseñárselas a nuestros hijos desde su más tierna edad. El hogar es el campo de entrenamiento del amor. Las relaciones llenas de amor tenidas con padres y hermanos los habrán de preparar para que amen a su cónyuge como debe ser. Algunos de los que están leyendo este capítulo quizá procedan de hogares carentes de amor, y quizás encuentren difícil superar las experiencias a que han estado expuestos en su temprana edad por lo que les cuesta trabajo dar amor o recibirlo. Ellos pueden atestiguar lo importante que es que los padres pongan un ejemplo amoroso, y que así mismo enseñen a sus hijos a ser serviciales y afables, bondadosos y respetuosos para con los demás en casa. Los hijos no sabrán como amar al casarse, a menos que sepan cómo amar a quienes conviven con ellos en la actualidad. Pero todo eso comienza en nuestro “romance con el Señor”. Si hemos tenido la experiencia del amor de Dios, a ese amor le daremos expresión en nuestras relaciones familiares con nuestros padres y con nuestros hermanos; con el esposo, la esposa, nuestros hijos y con nuestros parientes políticos. Rut se encontraba preparada para tener unas hermosas relaciones de amor con Booz porque ella amaba al Señor, y ese amor se derramaba de su persona hacia los demás.
     Y ahora vamos a conocer al que habría de ser el príncipe azul en el futuro de Rut. El relato da a entender que Booz tenía mucho más edad que ella (ver Rut 3:10). No sabemos si era soltero o viudo, pero sí sabemos que era un varón de Dios. El Señor formaba parte importante de su vida diaria. Pensaba con frecuencia en el Señor, hablaba libremente acerca del Señor, y permitía que el Señor participara en sus asuntos y relaciones diarias.
     Oigamos cómo saluda a sus segadores en el campo: “Jehová sea con vosotros” les decía, y ellos respondían: “Jehová te bendiga” (Rut 2:4). Su expresión para Rut fue: “Bendita seas tú de Jehová, hija mía” (Rut 3:13). Toda la gente que asistió a su boda reconoció que él dependía de Dios en cuanto a su descendencia en el futuro: “Jehová haga a la mujer que entra en tu casa como a Raquel y a Lea, las cuales edificaron la casa de Israel” (Rut 4:11).
     El primer requisito para que un matrimonio tenga éxito es que el hombre sea un varón de Dios. Una de las razones de por qué hay tantos matrimonios convulsionados, es porque el esposo no se ha preparado espiritualmente para su tarea. Algunos individuos son incapaces de pensar en otra cosa que no sea sexo durante los días de su galanteo y si no en sexo, entonces en los coches o en los deportes. Poco fue el tiempo que dedicaron o quizá ninguno al estudio de la Palabra, a la memorización de la misma, a ver la forma de aplicarla a su propia vida y aprender de eso cuáles serían sus responsabilidades como esposos y padres cristianos. El Señor no formaba parte de su diario vivir, y eran todavía niños en los espiritual cuando pasaron al altar, mal preparados para asumir la dirección espiritual de su propio hogar. No es, pues, de sorprender que su matrimonio tenga problemas.
     Por eso, hombres, si ustedes han estado hasta este momento malgastando sus años, ya no hay más tiempo que perder. Comiencen a habituarse a un andar personal con Cristo Jesús. Separen un horario regular para estudiar las Escrituras, para aprender de ellas cómo quiere Dios que ustedes vivan su vida y se enfrenten a sus responsabilidades. Empiecen a consultarlo en todas las cosas. Si se hallan envueltos en situaciones matrimoniales infelices, el daño puede ser reparado, pero se ha de empezar por mantener intimidad diaria con la persona de Jesucristo. Los demás esfuerzos fallaran mientras nuestro corazón no sea recto ante Él y no estemos creciendo en su semejanza.
     Tanto Rut como Booz se encontraban preparados. De manera que pasamos de su preparación espiritual a su aquilatado galanteo. Nohemí y Rut acababan de llegar a Belén, y el problema que confrontaban era el de cómo encontrar suficientes alimentos. Dios había hecho una bondadosa provisión en la Ley Mosaica para cosas así. A los granjeros no se les permitía cosechar hasta el último rincón de su tierra, ni espigar lo caído; tenían que dejar eso para los pobres, para los extranjeros, para las viudas y para los huérfanos (Levítico 19:9-10; 23:32; Deuteronomio 24:19). Desde casi cualquier punto que lo mire uno, Nohemí y Rut llenaban los requisitos. Ellas eran viudas pobres y Rut era además extranjera. Y como que Nohemí se estaba poniendo ya bastante vieja para estar trabajando en el campo, Rut le preguntó que si ella podía ir al campo de algún hombre bondadoso que le permitiera espigar. Y Nohemí la dejó ir: “Fue, pues, y llegando, espigó en el campo en pos de los segadores; y aconteció que aquella parte del campo era de Booz, el cual era de la familia de Elimilec” (Rut 2:3).
     El trabajo no era fácil; estar agachándose y doblándose todo el día para recoger el grano en su largo y ondeante manto. La carga se hacía más pesada con cada tallo que espigaba, al tanto que el sol le iba picando las espaldas en ese sol semitropical. Algunos supernacionalistas locales probablemente se estaban mofando de ella por su acento extranjero, y parece que algunos hombres trataban de ponerle las manos encima (Rut 2:9). Todo impulso en su cuerpo urgía a Rut a que huyera a las montañas purpúreas de Moab que ella podía ver en la distancia. Esa era su tierra donde ella pertenecía. Pero con un arrojo tranquilo, una modestia sencilla y un desprendimiento total, ella siguió adelante. Tenemos la plena esperanza de que Booz se fije en ella. Y se fijó: “¿De quién es esta joven?” (Rut 2:5) le preguntó a su criado el mayordomo de los segadores. “Es la joven moabita que volvió con Nohemí de los campos de Moab” (Rut 2:6), le contestó. Booz no perdió tiempo en hacer algo a favor de Rut. La invitó a que siguiera en su campo, que espigara todo lo que quisiera, y que bebiera libremente del agua de las vasijas, provistas para los trabajadores.
     En ninguna parte se dice que Rut fuera bonita, como lo fueron Sara, Rebeca y Raquel. No sabemos si lo fue o no, pero si sabemos que tenía una belleza interior, un espíritu dócil y tranquilo, una humildad sin pretensiones, virtudes que la hicieron ser una de las más amables mujeres de las Escrituras. Ella se inclinó profundamente delante de Booz, llena de gratitud, y dijo: “¿Por qué he hallado gracia en tus ojos para que me reconozcas, siendo yo extranjera?” (Rut 2:10). Su humildad se hizo evidente de nuevo cuando dijo: “Señor mío, halle yo gracia delante de tus ojos; porque me has consolado, y porque has hablado al corazón de tu sierva, aunque no soy ni como una de tus criadas” (Rut 2:13). No había nada de fingido en esto, era real. Y esta genuina humildad, este espíritu afable y apacible es el ornato más valioso que una mujer puede tener. Pedro dice que “es de grande estima delante de Dios” (1 Pedro 3:4). Sería un buen rasgo en las mujeres cristianas que pidieran a Dios su ayuda para desarrollarlo.
     Parece como si Booz fuese interesándose cada vez más en esta amable mujer a medida que el día iba avanzando. A la hora de comer la invitó a hacerlo con él y sus segadores y estuvo al tanto de que le sirvieran a satisfacción. Cuando ella terminó de comer y se levantó para volver al trabajo, Booz le dijo a sus criados: “Que recoja también espigas entre las gavillas, y no la avergoncéis; y dejaréis caer también para ella algo de los manojos, y lo dejaréis para que lo recoja y no la reprendáis” (Rut 2:15-16).
     Así pues, Rut siguió espigando hasta que anocheció. Y cuando hubo desgranado lo que había recogido, fue como un efa (37 litros) de cebada. Parece que Booz era hombre bondadoso, solícito, considerado y gentil. Ya no se encuentran por allí muchos de éstos, que digamos, a juzgar por lo que las mujeres confían a sus consejeros matrimoniales. Algunos hombres tienen la extraña noción de que la gentileza y la bondad son rasgos afeminados, y se apartan de los mismos y los evitan. ¡No lo son en absoluto! Son rasgos que nos asemejan a Cristo. Y Cristo fue un hombre recio de verdad. Las encuestas señalan que la bondad y la gentileza ocupan casi los primeros lugares en las características que las mujeres buscan en un esposo. Serían magníficos rasgos que el hombre cristiano pidiera a Dios que le ayudara a desarrollar.
     Y llegó el momento de tomar la iniciativa. Y cosa extraña, en aquella cultura tocaba a Rut hacerlo. Verá usted: Dios había dado a los judíos otra ley interesante que requería que el hombre se casara con la viuda, sin hijos, de su hermano muerto. El primer hijo que naciera de esa unión llevaría el nombre de su hermano y heredaría la propiedad de su hermano (Deuteronomio 25:5-10; Levítico 25:23-28). Esto se llama la ley del matrimonio “levirato”, de la palabra hebrea “hermano”. En el caso de no haber hermano disponible, se le podía pedir a un pariente más lejano que cumpliera este deber. Pero la viuda tendría que hacerle saber que le era aceptable para que se convirtiera en lo que ellos llamaban su “goel”, redentor y proveedor de su pariente.
     Nohemí le explicó a Rut cómo hacer eso exactamente. Rut la escuchó bien y llevó a cabo sus instrucciones con precisión. Booz estaría durmiendo esa noche en la era para proteger su grano contra los ladrones. Después que él se acostó, Rut vino de puntillas, le descubrió los pies y se acostó. Mediante este acto ella le estaba pidiendo a Booz que fuera su “goel”. Ni que decir que Booz se sobresaltó un poco cuando a la media noche se volvió y se dio cuenta de que había una mujer acostada a sus pies. “¿Quién eres?” le preguntó. Ella contestó: “Yo soy Rut tu sierva; extiende el borde de tu capa sobre tu sierva, por cuanto eres pariente cercano” (Rut 3:9). El extender su capa sobre ella significaría que él estaba dispuesto a ser su protector y proveedor. Su respuesta fue inmediata: “Bendita seas tú de Jehová, hija mía; has hecho mejor tu postrera bondad que la primera, no yendo en busca de los jóvenes, sean pobres o ricos. Ahora pues, no temas, hija mía; yo haré contigo lo que tú digas, pues toda la gente de mi pueblo sabe que eres mujer virtuosa” (Rut 3:10-11).
     Es importante entender que no hubo nada de inmoral en este episodio. Tal procedimiento era la costumbre de aquella época, y el relato pone énfasis en la pureza del mismo. En la apartada oscuridad de la era, “a un lado del montón” (Rut 3:7), Booz habría podido satisfacer sus deseos carnales y nadie más que Rut lo habría sabido. Pero él era un hombre moral, piadoso, disciplinado, controlado por el Espíritu, y se abstuvo. La Escritura dice que Rut durmió a sus pies hasta la mañana (Rut 3:14). Rut tenía, además, la reputación de ser mujer virtuosa (Rut 3:11). Tenía impulsos físicos como cualquier mujer normal, pero aprendió a reclamar la gracia y la fortaleza de Dios para someterlos hasta el matrimonio. Tanto Booz como Rut sabían que para obtener las mayores bendiciones de Dios en el matrimonio, se requería guardar la pureza antes del matrimonio. Ser descuidados en este punto acarrearía conciencia de culpa, pérdida de respeto propio, y sospechas. Y podría dejar cicatrices en el alma, que haría más difícil ajuntarse uno al otro en el matrimonio.
     Tal concepto parece destinado a desaparecer. Satanás le ha hecho un lavado  cerebral a nuestra sociedad para hacerle creer que las relaciones sexuales prematrimoniales son perfectamente aceptables. La mayoría de los jóvenes pasaron por esa experiencia antes de graduarse en la escuela secundaria, y es rara la pareja de novios que tan siquiera trate de refrenarse en estas cosas. “Pero si nosotros nos amamos”, dicen protestando. No es verdad, ellos tan solo se aman a sí mismos. Ellos aman para satisfacer sus propios deseos sensuales. Si ellos se amaran mutuamente, no someterían uno al otro a los riesgos de desobedecer a Dios, porque Él dice que es vengador de todo aquel que pretende ignorar sus normas (1 Tesalonicenses 4:6). No es que Dios sea un viejo juez de mal genio, que lo único que quiere es impedir que nos divirtamos. Él sencillamente sabe que mantenernos puros antes del matrimonio será lo mejor para nosotros y para nuestro matrimonio. Nuestra sociedad está pagando el precio de esa promiscuidad con problemas matrimoniales sin precedentes y con innumerables hogares rotos, junto con todos los traumas emocionales que estas cosas traen consigo. ¡Las normas de Dios siempre son las mejores!
     Booz y Rut lo hicieron según las normas de Dios, y no nos sorprende ver a la postre, que su matrimonio tuvo éxito. No se dice mucho, en realidad, en cómo fueron sus relaciones mutuas después de la boda. Pero podemos dar por sentado, por lo que ya hemos sabido de ellos, que su matrimonio fue ricamente bendecido por Dios. Lo que la Escritura sí dice, es: “Booz, pues, tomó a Rut, y ella fue su mujer; y se llegó a ella, y Jehová le dio que concibiese y diese a luz un hijo (Rut 4:13).
     El aspecto más extraordinario de esta historia es que, después de esto, Nohemí siguiera desempeñando su parte en la vida de ellos. Siendo ya ex­-suegra, sería natural que saliera de la escena. Pero demasiado la quieren Booz y Rut, y demasiado la cuidan, para dejar que eso venga a suceder. Y cuando nace el niño,  las mujeres de Belén le dicen a Nohemí: “Loado sea Jehová que hizo que no te faltase hoy pariente, cuyo nombre será celebrado en Israel; el cual será restaurador de tu alma y sustentará tu vejez; pues tu nuera, que te ama, lo ha dado a luz; y ella es de más valor para ti que siete hijos” (Rut 4:14-15).
     Ahora que Rut ya tenía esposo, habría podido tener resentimiento por su ex suegra, considerándola una intrusa, muchas mujeres habrían procedido así. Pero cuando una persona está llena del amor de Dios, su corazón es lo suficientemente grande para que pueda abarcar a más de una persona en especial o hasta unas cuantas personas en especial. Tal persona se llega con ternura y abnegación a los demás para atenderles también en sus necesidades. Es extraordinario ver como el amor de Dios, que obraba en la vida de Rut vencía todos los obstáculos, pobreza, prejuicios raciales, disparidad de edades, tentaciones físicas, y hasta diferencias con relación a la suegra. Hay una gran posibilidad de que el amor de Dios pueda resolver los problemas que se nos presentan en la vida. A medida que vamos entendiendo y disfrutando su amor incondicional hacia nosotros y vamos permitiendo que ese amor fluya a través de nosotros, iremos pensando cada vez menos en nosotros y cada vez más en los demás. Y el potencial que tiene ese amor abnegado, ese amor sacrificado para resolver los problemas, es fenomenal.

Ahora, conversemos
1. Someta a discusión sus recuerdos familiares, la forma como se demostraba el cariño en su hogar cuando estaba en los años de crecimiento.
2. ¿Hace de su hogar un campo de entrenamiento para impartir lecciones de amor? ¿Qué puede hacer para entrenar a sus hijos en el vivir amorosamente con los demás?
3. ¿Qué preparación espiritual ha traído a su matrimonio? ¿Qué puede hacer ahora para fortalecer esa parte de su vida?
4. Para esposas: ¿Cree tener un espíritu dócil y apacible? ¿Qué podría hacer para fomentar el cultivo de ese espíritu?
5. Para esposos: ¿Es bondadoso y gentil con su esposa? ¿Cómo podría fortalecer esos rasgos? 
6. ¿De qué manera puede el amor de Dios ayudarle a resolver los problemas de la vida? ¿Cómo puede ese amor ayudarle a hacer frente a las exigencias de la vida con un espíritu lleno de bondad?  
7. ¿Cómo describiría su actitud para con sus parientes políticos? ¿En qué forma podría entregarse más con espíritu de sacrificio, para mejorar las relaciones con ellos?

Tomado del libro “Famosas parejas de la Biblia” de Richard L. Strauss

"Nunca Satisfecho"
 (La historia de Jacob y Raquel)
 
     La última vez que vimos a Jacob, salía corriendo de Beerseba para salvar la vida, huía de la venganza de su hermano Esaú. No llegó muy lejos sin que supiera que Dios estaba con él. El mensaje le vino en forma de un sueño acerca de una escalera que llegaba desde el cielo hasta la tierra. El Señor estaba en lo alto de esa escalera, y le dijo a Jacob: “He aquí, yo estoy contigo, y te guardaré por donde quiera que fueres, y volveré a traerte a esta tierra; porque no te dejaré hasta que halla hecho lo que te he dicho” (Génesis 28:15). Jacob llamó el nombre de aquel lugar Betel, que significa “Casa de Dios”.

     Armado de la preciosa promesa de la presencia de Dios, Jacob fue a Harán, tierra de la familia de su madre. Fue un viaje largo y solitario. Llegó a la ciudad exhausto, doliéndolo los pies, con añoranzas del hogar y sin estar del todo seguro a dónde debía dirigirse. Divisó un pozo y se detuvo allí a descansar. Algunos  pastores se encontraban sentados alrededor de manera que Jacob inició con ellos una conversación con ellos:

     - Hermanos míos, ¿de dónde sois?
       Y ellos respondieron:
     -De Harán somos.
     Lo más probable es que Jacob diera un suspiro de alivio. El Señor lo había traído salvo a su destino. Así pues siguió inquiriendo:
     - ¿Conocéis a Labán, hijo de Nacor?
     - Sí, le conocemos –dijeron ellos.
        De nuevo su corazón debe haber saltado dentro de él al darse cuenta de la fiel dirección de Dios.
     - ¿Está bien? – les preguntó.
       Y ellos contestaron:
     - Bien, y he aquí Raquel su hija viene con sus ovejas.
     (Génesis 29:4-6)

     Jacob volvió la cabeza, dio una mirada de consecuencias, y fue, sin lugar a dudas, amor a primera vista. Era una bella muchacha, “Raquel era de lindo semblante y lindo parecer” (Génesis 29:17). Y sus ojos ¡qué ojos tan preciosos eran! Y ya que se contrastan con los de su hermana mayor Lea, los de Raquel deben haber sido oscuros y relucientes, hermosos y cautivadores. Jacob quedó muy impresionado, probablemente demasiado impresionado. Nos da la idea de que quedó tan fascinado por la belleza de Raquel, y tan hechizado por sus encantos que no se dio cuenta de sus defectos, y ni siquiera consideró la voluntad de Dios con respecto a las relaciones que empezaría a tener con ella. Y siendo manipulador por naturaleza entró en acción de inmediato.
     Recordó a los pastores que estaban perdiendo la hora apropiada para apacentar, y que debían abrevar su rebaño y volverlo a sacar al pastizal mientras hubiera aún luz de día. Esto fue probablemente una estratagema para deshacerse de ellos y así poder hablar a solas con Raquel. Pero los pastores tenían un acuerdo entre ellos, de que no moverían la piedra de la boca del pozo hasta que no se juntaran todos los rebaños (Génesis 29:7-8). “Mientras el aún hablaba con ellos, Raquel vino con el rebaño de su padre, porque ella era la pastora. Y sucedió que cuando Jacob vio a Raquel, hija de Labán el hermano de su madre, y las ovejas de Labán el hermano de su madre, se acercó Jacob y removió la piedra de la boca del pozo, y abrevó el rebaño de Labán hermano de su madre” (Génesis 29:9-10). Puede ser que Jacob fuera hombre casero pero no tenía nada de debilucho. Movió una piedra que normalmente requería la fuerza de varias personas para ser removida, y abrevó todas las ovejas de Raquel. ¿Habrá sido esto aunque sea un poco, de alarde de su parte?

     Y seguimos leyendo: “Y Jacob besó a Raquel, y alzó su voz y lloró” (Génesis 29:11). La emoción del momento le sobrecogió.  El milagro de la dirección de Dios y de su cuidado, la emoción del encuentro con su linda prima, la perspectiva de lo que el futuro iría a traer, todo eso embargó su corazón de tal manera que lloró de gozo. Nuestra cultura desaprueba que el hombre exprese sus emociones de esa manera. Pero la sincera expresión de los sentimientos propios podría promover mayor salud emocional y mayor estabilidad mental. Todo parece indicar que este romance brotaría flameante desde sus comienzos. La bella del pueblo y el joven recién llegado se habían encontrado. Pero ya desde el principio tenemos dudas respecto a la pareja. Sabemos que las relaciones con base primordial en la atracción física, tienen un fundamento tambaleante. Hollywood nos ha proporcionado múltiples evidencias que apoyan esta tesis. Podrán hacer de su matrimonio un éxito pero les hará falta un esfuerzo extra, hasta conseguir que sus relaciones sobrepasen con mucho el magnetismo físico inicial. Pero un hombre enamorado no quiere oír semejantes cosas. Quiere hacerla suya y ninguna otra cosa le importa. Apenas tenía un mes de haber llegado Jacob a Harán, y ya su tío Labán lo abordó para llegar a un acuerdo salarial mutuamente aceptable. La Escritura dice que Jacob amaba a Raquel, y que ofreció servir a Labán durante siete años para obtener su mano en matrimonio (Génesis 29:18). Nada tenía que ofrecer a Labán por la hija, de manera que prometió dar su trabajo en vez de una dote. Y ahora nos ponemos a dudar más todavía. Un mes es tiempo insuficiente para conocer a alguien lo bastante como para contraer un compromiso de por vida. De seguro que no es suficiente para saber con seguridad si estamos enamorados o no. El verdadero amor requiere conocerse a fondo. Declarar querer a alguien a quien no conocemos íntimamente, es  meramente amar nuestra imagen mental de aquella persona. Si esa persona no llega a la dimensión de nuestra imagen mental, entonces nuestro así llamado “amor” se convertirá en desilusión y resentimiento, y hasta en odio. Pero Jacob pensaba que estaba enamorado. Cuando Raquel se encontraba cerca, el corazón le latía más acelerado y una maravillosa sensación pasaba por todo su ser. Ella era la criatura más hermosa en quien el hubiese puesto los ojos jamás, y creía que la vida sin ella no tendría valor alguno para él. Y eso le era suficiente. “Así sirvió Jacob por Raquel siete años; y le parecieron como pocos días, porque la amaba” (Génesis 29:20). Esta es una declaración notable. De hecho, son probablemente las palabras más bellas que la pluma haya escrito jamás acerca de los sentimientos de un hombre para con una mujer. Siete años es mucho tiempo para esperar, y yo creo que Jacob sí llegó a amar a Raquel durante esos años. La atracción física estaba todavía allí, pero era imposible que él viviese en contacto tan íntimo con ella durante los siete años de noviazgo, sin dejar de aprender mucho acerca de ella, tanto lo bueno como lo malo. Este matrimonio iba a ver tiempos difíciles pero a no haber sido por ese largo noviazgo y por el amor de Jacob, que se iba profundizando y madurando, probablemente no habría sobrevivido.

     Demasiadas son las parejas que se casan precipitadamente y lentamente se arrepienten. Los noviazgos de siete años quizá resulten algo excesivos pero se necesita tiempo para averiguar las cualidades deseables e indeseables de una persona, a fin de poder decidir si uno está capacitado para buscar desinteresadamente el bien de dicha persona, a pesar de las características inatractivas que tenga. Una de las grander pruebas del verdadero amor es, por lo tanto, la capacidad de esperar. El apasionamiento, por lo general, tiene prisa porque es resultado del egoísmo. Y, en efecto, dice: “Yo me siento tan bien cuando estoy contigo que quiero llevarte al altar antes de que te vaya a perder junto con esta bella emoción”. El amor dice: “Es tu felicidad lo que yo quiero más que nada de manera que estoy dispuesto a esperar, si fuere necesario, para ver si es eso lo que va a ser mejor para ti”. Y si ese amor es verdadero, pasará la prueba del tiempo. Jacob esperó, y su romántico amor a primera vista fue creciendo hasta llegar a ser un profundo vínculo de espíritu y una total dedicación de alma.
     Hay un viejo refrán que dice: “El verdadero amor nunca corre fácilmente”. Y así sucedió con Jacob y Raquel. Aquí vemos un amor sometido a gran tensión. Fue el tío Labán el que metió la cizaña. Taimado, engañador y viejo tramposo que era, sustituyó a Raquel con Lea en la noche de bodas de Jacob. Ella pesado velo sobre el rostro y largas y ondeantes vestiduras que le cubrían el cuerpo y así paso por la ceremonia sin ser descubierta. Y si habló en susurros aprovechando la oscuridad de la tienda, logró pasar la noche. ¿Podremos entonces imaginarnos la aplastante consternación de Jacob cuando la luz de la mañana puso al descubierto el engaño de Labán? Lo más probable es que se enfureciera con la familia entera por el fraude que le habían jugado con su doblez.
     Esa no era, por cierto, para Lea la manera más acertada de comenzar su vida matrimonial, ¿verdad? Sospecho que ella amaba a Jacob desde el principio y anhelaba que él le correspondiera. Cooperó voluntariamente en el plan de su padre pero halló muy poca satisfacción en el marido que había conseguido mediante engaño. Aunque casarse a base de engaños es asunto peligroso sin embargo todavía se está haciendo hoy en día. Algunas mujeres tratan de comprarse un hombre con el sexo, o de atraparlo con un bebé, o de seducirlo con la fortuna de la familia. También el hombre puede atrapar a una mujer prometiéndole riquezas, pretendiendo ser alguien que realmente no es, o, enmascarando sus faltas hasta después de la ceremonia. Quizá no pasa la luna de miel sin que la esposa descubra que se ha casado con un extraño monstruo. Las consecuencias del engaño, son, por lo regular, dolorosas y aflictivas.
     El “generoso” de Labán ofreció a Jacob darle también a Raquel, a condición de que le trabajara otros siete años. “Cumple la semana de ésta, y se te dará también la otra, por el servicio que hagas conmigo otros siete años” (Génesis 29:27). La semana esa se refiere a la semana de las bodas. Jacob no tuvo que esperar otros siete años por Raquel, solo una semana. Pero, después de casarse con ella, tuvo que trabajar siete años más sin recibir paga. “Y se llegó también a Raquel, y la amó también más que Lea; y sirvió a Labán aún otros siete años” (Génesis 29:30).

     Tenemos, pues, a este gran patriarca, temeroso de Dios, el primero de ellos en cometer bigamia. No fue esa la perfecta voluntad de Dios. El hizo una sola mujer para un solo hombre (Génesis 2:24; Levíticos 18:18; 1 Timoteo 3:2). Aunque Jacob fue engañado, tenía alternativas para escoger. Algunos comentaristas insisten en que habría debido rechazar a Lea, ya que no la había tomado voluntariamente. Me tomo la libertad de sugerir orea alternativa, Jacob habría podido aceptar su matrimonio con Lea como la voluntad de Dios y aprender a amarla a ella solamente. El padre de Jacob aceptó las consecuencias del engaño de su hijo al suplantar a su hermano Esaú y de robarse la bendición de la familia e Isaac fue elogiado por eso en el Nuevo Testamento. Tal vez Jacob habría sido elogiado también por tener la misma fe al aceptar estas mismas consecuencias de la soberana mano de Dios. Y me permito recordarles que fue a través de Lea, no de Raquel, la madre de Judá, de quien, en último análisis, habría de venir el Salvador (Génesis 29:35). Pero Jacob no se mostraba muy dispuesto a creer que Dios controlaba estas circunstancias. Él conseguiría lo que quería a pesar de la voluntad de Dios. Y los sucesos que siguieron son evidencia suficiente de que la bigamia nunca fue parte del plan de Dios para la raza humana.
     A la presión de las relaciones de bigamia el verdadero carácter de Raquel comenzó a aflorar. Cuando de dio cuenta de que Lea le estaba dando hijos a Jacob, mientras que ella no, comenzó a celar intensamente a su hermana, y le dijo a Jacob: “Dame hijos o si no me muero” (Génesis 30:1). En esencia, le estaba diciendo: “Si yo no puedo tener las cosas a mi manera, prefiero morir”. Aquí está una mujer que lo tenía casi todo en la vida, gran belleza física, todas las cosas materiales que necesitaba, y la dedicada devoción de un amante esposo. ¿No valía el amor de Jacob más que cualquier número de hijos? No, al menos para Raquel. Tenía que tener todo lo que quería, o si no, para ella no valía la pena seguir viviendo. Era envidiosa, egoísta, malhumorada, colérica, descontentadiza y exigente. Y Jacob acabó por perder la serenidad: “Jacob se enojó contra Raquel, y dijo: ¿Soy yo acaso Dios, que te impidió el fruto de tu vientre?" (Génesis 30:2). Su enojo no era correcto a la vista de Dios, pero su evaluación de la situación por cierto que lo era. El milagro de la concepción radica en el poder de Dios.

     De los días de Jacob para acá, el pecado del descontento ha arruinado a un sin número de  matrimonios. Algunas parejas llegan a enojarse contra Dios porque Él no les da hijos; al tanto que otras, que sí tienen hijos, están esperando el día que los chicos hayan crecido y se hayan ido, para tener paz y tranquilidad. Hay amas de casa que quieren trabajar afuera, y esposas que trabajan fuera que anhelan ser amas de casa de tiempo completo. Hay cristianos insatisfechos con el lugar donde viven, el empleo que tienen, el dinero que ganan, la casa en que viven. Lo ajeno siempre parece mejor. Algunas mujeres están descontentas de su esposo. Lloriquean y riñen porque no les presta bastante atención, no pasa suficiente tiempo con los niños, no se pone a hacer pequeños arreglos por la casa, se queda fuera de casa hasta muy tarde; o porque piensa más en su empleo, en su auto, en su afición, en la televisión o en los deportes que en su esposa. Algunos maridos están descontentos de su esposa. Le critican su estilo de vestir, el arreglo de pelo, su modo de cocinar, su forma de llevar la casa, o su manera de tratar a los niños. Les irrita que duerman hasta muy tarde, que pierdan mucho tiempo, o gasten mucho dinero. No importa lo mucho que ellas se esfuercen, nunca llegan a complacer a su marido.
     Algunas de estas cosas son importantes y es necesario que se aclaren. No estoy sugiriendo desoírlas por completo ni que suframos en silencio. Pero ese espíritu de descontento que nos causa desasosiego, que nos pone irritados, nos hace disputar, pelear y nos lleva a quejarnos, es un gran estorbo para la felicidad de las relaciones matrimoniales. Dios quiere que estemos contentos con lo que tenemos: “Pero gran ganancia es la piedad acompañada de contentamiento” (1 Timoteo 6:6). Pablo pudo decir: “He aprendido a contentarme, cualquiera sea mi situación” (Filipenses 4:11). Cuando llegamos a reconocer que hay descontento en nosotros, y llegamos a admitir que es un pecado, acudamos en busca de la gracia de Dios para poderlo vencer, y hallaremos renovado gozo en nuestra vida.

     El descontento que embargaba a Raquel la llevó a repetir la treta de Sara. Ella entregó a Bilha, su sierva, a Jacob, para que así él pudiera tener un hijo con ella. Y lo hizo dos veces (Génesis 30:3-8). En aquel ambiente los hijos de esa unión irían a ser, técnicamente, hijos de Raquel. Pero obtenemos, a más de eso, otra vislumbre de la naturaleza egoísta de Raquel cuando nace el segundo hijo de Bilha: “Y dijo Raquel: Con luchas de Dios he contendido con mi hermana, y he vencido” (Génesis 30:8). Y llamó al niño Neftalí, que significa “lucha”. Se veía en competencia con su hermana por ganar el primer lugar en la estimación de Jacob.
     Poco después se pudo ver su descontento lleno de celos. El pequeño Rubén, primogénito de Lea, que vendría a tener unos cuatro años de edad, seguía a los segadores recogiendo mandrágoras, como cualquier otro muchachito de aquella época. Cuando regresó las trajo consigo y se las presentó a su madre. Raquel las vio y se antojó de ellas. Tal parece que ella siempre quería tener lo que alguna otra persona tenía. De manera que para esa noche negoció con Lea el afecto de Jacob, a cambio de unas cuantas mandrágoras (Génesis 30:14-15).
      Y se vuelve a presentar el mismo espíritu de descontento en su vida. Dios le dio al fin un hijo propio y uno esperaría que estuviese satisfecha. Pero ella lo llamó José, que significa “Él añade”. Y dijo: “Añádame Jehová otro hijo” (Génesis 30:24). ¡Más y más! Raquel nunca estuvo completamente contenta con lo que tenía.

     Pero esto todavía no era el fin. Dios le dijo a Jacob que había llegado el tiempo de dejar a su tío Labán y volver a su tierra a Canaán. Había prosperado hasta tal punto que ya Labán “no era para con él como había sido antes” (Génesis 32:2). De manera que Jacob tomó a sus mujeres, a sus hijos y sus pertenencias, y se escurrió mientras Labán estaba fuera trasquilando sus ovejas. Pero Raquel se llevó algo que no era de ninguno de ellos, se llevó los ídolos de su padre, los dioses domésticos llamados “terephim” (Génesis 31:19). El que poseyera esas imágenes era aceptado como el heredero principal de la familia, aún cuando éste fuese tan sólo un yerno. Y volvió a mostrarse la codicia de Raquel. Ella quería que fuera su esposo, más bien que sus hermanos, quien tuviera la participación mayor en la herencia de la misma. Cuando Labán finalmente los alcanzó y buscó sus “teraphim” entre las pertenencias de ellos, Raquel le mintió y lo engañó para que no los pudiera encontrar (Génesis 31:33-35). ¡Da la impresión de que esta linda Raquelita era una verdadera arpía!

     ¿Pero sabe usted una cosa? Con la excepción de la única vez que Jacob se enojó con ella por haberle echado la culpa de no tener ella hijos, no hay indicio alguno de que él llegara a amarla menos a causa de sus faltas. De hecho, consta que él mantuvo su afecto por Raquel hasta el mismo fin de la vida de ella. Por ejemplo, él la puso en la posición más protegida al final de la caravana, cuando iban al encuentro de Esaú y la vida de ellos estaba posiblemente en peligro (Génesis 32:2). Jacob estaba lejos de ser perfecto pero es un ejemplo para nosotros de cómo ha de tratar el esposo a su esposa cuando ella no es del todo lo que debería ser.

     Algunos esposos dicen: “Yo podría amar más si tan solo se portara dulcemente”. Un amor que tan solo funciona cuando ella se porta dulcemente, en realidad no es amor. Dios quiere que la esposa sienta el intenso amor que su esposo le tiene, aún cuando ella se porte en forma indigna (Efesios 5:25-26). La mayoría de nosotros tiene momentos así. Quizás los hombres deban hacerse periódicamente y, de modo especial, en medio de una desavenencia esta pregunta: “¿Está mi esposa en estos momentos consciente de mi amor? ¿Es mi amor lo que ella siente, o es enojo, hostilidad y rechazo?” Dios hizo que la esposa tuviera en todo momento la necesidad de descansar segura en el amor de su esposo. Eso habrá de depender mayormente de la actitud que su esposo proyecte en cosas tan menudas como la expresión de su rostro, o el tono de su voz especialmente cuando ella se muestre caprichosa y desagradable.

     Hemos visto el amor de Jacob como amor a primera vista y como amor sometido a gran tensión. Veámoslo, como amor que pasa por profunda tristeza. Dios le permitió a Raquel que viera cumplida su última petición, ella llegó a dar a luz otro hijo. Su parto fue difícil, y se hizo evidente que ella moriría en el alumbramiento. Cuando la partera le dijo que ella acababa de dar a luz un hijo, con su último aliento ella susurró su nombre, Benoni, que significa “Hijo de mi tristeza”. Jacob se lo cambió por Benjamín, “Hijo de mi mano derecha”. ¿Pero no es esto irónico? Un día, algunos años antes, ella gritó: “Dame hijos, o si no, me muero” (Génesis 30:1). Y ella murió dando a luz a su segundo hijo. El niño vivió. Pero ellos sepultaron a Raquel a la vera del camino de Belén a Jerusalén. Todavía hoy uno puede visitar su tumba, monumento permanente al desastre a que lleva el descontento.

     Jacob nunca olvidó a Raquel. A la edad de 147 años, estando en Egipto, llamó a sus hijos para bendecirlos y todavía estaba pensando en ella: “Cuando yo venía de Padan-aram, se me murió Raquel en la tierra de Canaán, en el camino, como media legua de tierra viniendo a Efrata, que el Belén” (Génesis 48:7). La amó toda la vida. Pero ¿de qué le sirvió eso a ella? No pudo disfrutar plenamente de su amor, ese descontento que la roía no le permitía disfrutar cosa alguna en su totalidad, e impedía que los demás disfrutaran de su compañía. Eso la dejaba aislada en un rígido mundo de soledad. Luego murió, dejando a Jacob para la hermana que ella tanto había envidiado en vida. Y hasta en su muerte se quedó sola. A solicitud del mismo Jacob, a él lo sepultaron junto a Lea en la cueva de Macpela, en Hebrón, al lado de Abrahám, de Sara, de Isaac y de Rebeca (Génesis 49:29-31; 50:13) al tanto que Raquel yacía sola.

     ¿No será que la soledad que sentimos en la vida, o los conflictos que tenemos en nuestras relaciones, son resultado de un espíritu de descontento que tenemos? Eso no cambiará mientras pensemos que es posible hallar satisfacción en las posesiones materiales, o mejorando alguna circunstancia. Lo de Raquel es una prueba de ello. La verdadera satisfacción sólo puede ser hallada en el Señor. El es el que satisface al alma sedienta, “Y llena de bien al alma hambrienta” (Salmo 107:9). Él nos ha dado instrucciones de estar contentos con lo que tenemos porque, al tanto que la circunstancias de la vida cambian a diario, Él no cambia, y está siempre con nosotros (Hebreos 13:5). A medida que el conocimiento que tenemos de Él va creciendo mediante el estudio de su Palabra y por los períodos de oración que pasamos en su presencia, iremos hallando una paz segura y un contentamiento creciente en nuestro interior. Entonces seremos capaces de recibir con gratitud lo que Él nos da y, a la vez, darle gracias por lo que él nos niega, estando confiados
En que sus caminos son perfectos. Así seremos capaces de cambiar lo que puede ser cambiado y aceptar al mismo tiempo, llenos de gozo, lo incambiable, estando seguros de que todo eso forma parte de su plan perfecto para llevarnos a la madurez en Cristo.

Ahora, conversemos

1.- Discutan, algunos de los valores de conocerse mucho y bien antes del matrimonio. ¿En qué forma pueden compensar eso quienes se casaron rápidamente?

2.- ¿Qué habría  podido hacer Raquel para vencer su descontento lleno de celos? ¿Qué habría podido hacer Jacob para ayudarla?

3.- ¿Qué cosas considera de máximo valor en su vida?

4.- Complete la oración siguiente como lo habría hecho antes de leer este capítulo: “Yo podría ser feliz si sólo…”

5.- Si agregase la mejor de alguna circunstancia o de alguna posesión material ¿cómo completaría esa misma oración para que esté más consecuente con los principios de la Palabra de Dios?

6.- ¿Qué características de su cónyuge le causan la mayor satisfacción? ¿Cuáles le molestan más? Si cree que habría que cambiar ciertas cosas, ¿qué es lo que debe hacer?

7.- ¿Siente celos de alguien? ¿Cómo querrá Dios que trate esos sentimientos?

8.- Para esposos: ¿Sentirá su esposa permanentemente el amor que le profesa? Lo sabrá si se lo pregunta. ¿Cómo podría demostrarle amor hasta en sus “malos momentos”?

"Háblame"
(La historia de Isaac y Rebeca)

            Dios prometió a Abraham que él iba a ser el padre de una gran nación. Con el fin de disfrutar de esa privilegiada posición era obvio que él tuviera un hijo. Y le hemos seguido el rastro a las batallas de fe que finalmente trajeron ese hijo a Abraham y a Sara. Su nacimiento fue la culminación de su caminar con Dios, emocionante y lleno de acontecimientos. ¡Cuánta felicidad le trajo Isaac a su hogar! Y él era un hijo tan bueno, respetuoso, obediente y sumiso a sus padres. Y tal parece que esa sumisión es lo único que explicaría como el viejo Abraham pudo atar al jovencito y colocarlo sobre el altar del sacrificio. Dios lo sustituyó con un carnero en ese drama de obediencia y de fe lleno de suspenso. Isaac fue libertado y jubilosamente, los tres volvieron a estar juntos como familia.
            Todo indica que ellos formaban una familia muy unida, se querían mucho. El luto de tres años que Isaac guardó por la muerte de su madre (Génesis 37:11; 24:67), podría  ser indicio de lo mucho que se querían.
            Ido Ismael, Isaac era el único niño que había en el hogar; y la vida de sus padres giraba alrededor de él. Vivió en la abundancia. Para entonces Abraham llegó a ser fabulosamente rico, y la crónica revela que todo cuanto tenía se lo dio a Isaac (Génesis 24:35-36). Quizá hubiera un trazo de mimos y hasta consentimiento excesivo en sus relaciones.
            Es dudoso de que Abraham y Sara se dieran cuenta de que, por la forma en que estaban criando a Isaac, pudieran estar afectando su personalidad y estar convirtiéndolo en material de poco valor para el matrimonio. De hecho, ni siquiera habían pensado en casarlo. Tanto disfrutaban al hijo que parecían haber olvidado que él necesitaba tener esposa, si es que ellos habrían de ser los progenitores de una gran nación. Pero después que Sara murió, Abraham se dio cuenta de que él debía tomar la iniciativa y hacer planes para hallarle esposa a su hijo. Esa no es la forma en que nuestros hijos buscan su consorte pero para aquellos, tiempos y en aquella cultura, esa fue una hermosa historia de amor.
            Para Isaac y Rebeca, ese fue un comienzo lleno de ternura. Abraham ya era anciano cuando comenzó este episodio. Llamó al más viejo de sus criados, el que administraba todo lo que tenía, y le dijo: “No tomarás para mi hijo mujer de las hijas de los cananeos entre los cuales yo habito; sino que irás a mi tierra y a mi parentela, y tomarás mujer para mi hijo Isaac” (Génesis 24:3-4). Los cananeos eran una raza vil, maldecida por Dios y condenada a la destrucción. A Dios no le habría complacido que Isaac se casara con una de ellas. Aunque los parientes de Abraham, que estaba en Mesopotamia septentrional, tenían sus ídolos, ellos al menos eran gente moral que tenía conocimiento acerca de Dios, y los respetaba. Y eran descendientes de Sem, que fue bendecido por Dios.
            Era lógicamente el único lugar donde se podía hallar esposa para Isaac. En tanto que nosotros ya no elegimos las compañeras que han de tener nuestros hijos, si le debemos enseñar desde temprano la importancia que tiene el casarse con creyentes (ver 1 Corintios 7:39; 2 Corintios 6:14). Eso les ayudará a encontrar la elección que Dios les ha hechos de una compañera de vida, para cuando llegue el tiempo de hacer tan importante decisión.
            De manera que el viejo criado empezó su trabajoso viaje a la región de Harán, donde se había quedado el hermano de Abraham después que este emigró a Canaán, hacía sesenta y cinco años. Abraham le había asegurado al criado que el ángel de Jehová iría con él (Génesis 24:40). Percibiendo la dirección divina, se detuvo junto a la fuente de agua en la ciudad de Nacor, que era nada menos que el nombre del hermano de Abraham. Y el criado oró, pidiendo que Dios trajera a esa fuente a la doncella que El había destinado, y que hiciera que ella les diera agua a los camellos. Era una solicitud muy específica para reconocer a la elegida para Isaac. Y en esto hay una lección para nosotros. La mejor manera que hay para que nuestros hijos puedan hallar a la que Dios les ha escogido por compañera, es ponerlo en oración. Pueden empezar cuando aún son niños a orar por la que Dios les está preparando. El orar durante todos esos años les habrá de ayudar a que mantengan la mente en el factor más importante de su elección, la voluntad de Dios.
            Antes de que el criado llegara al “Amén”, ya Dios tenía la respuesta en camino. Rebeca, que era la nieta del hermano de Abraham, salía con su cántaro al hombro. La Escritura dice que ella era de aspecto muy hermoso,  y que era virgen. Cuando volvía de la fuente con su cántaro lleno de agua, el criado corrió a su encuentro, y le dijo: “Te ruego que me des a beber un poco de agua de tu cántaro”. Ella respondió: “Bebe, señor mío”, y rápidamente le dio a beber. Cuando acabó de beber, ella dijo: “También para tus camellos sacaré agua, hasta que acaben de beber”. De manera que vació su cántaro en la pila y corrió otra vez al pozo para sacar más agua. Y sacó lo suficiente para los diez camellos (Génesis 24:15-20).
            ¡Qué muchacha más excelente era, hermosa, vivaz, amistosa, comunicativa, desinteresada y vigorosa! Y cuando el criado supo que era la nieta del criado de Abraham, inclinó la cabeza y adoró al Señor: “Bendito sea Jehová, Dios de mi amo Abraham, que no apartó de mi amo su misericordia y su verdad, guiándome Jehová en el camino a casa de los hermanos de mi amo” (Génesis 24:27).
            Siguiendo el desarrollo de esta historia se hace obvio que Dios es el que verdaderamente hace el matrimonio. Cuando el criado relato a la familia de rebeca los indicios de que Dios lo había guiado, el padre y el hermano de ella estaban concordes en decir: “De Jehová ha salido esto” (Génesis 24:50). No importa que clases de problemas tenga que afrontar un matrimonio, serán más fáciles de resolver si tanto el esposo como la esposa tienen afianzada su seguridad en que Dios los ha juntado. Las dificultades pueden ser vencidas aún sin eso y lo han de ser si Dios ha de ser glorificado. Pero el lastre de saber que se casaron fuera de la voluntad de Dios les dará menos entusiasmo para cultivar activamente el mutuo sacrificio en sus relaciones.
            Rebeca se encontraba frente a una tremenda decisión en su vida, dejar el hogar y la familia, que ella no vería nunca más; viajar unos 800 kilómetros a lomo de camello, con un hombre que le era totalmente desconocido; casarse con alguien que ella nunca había visto. Los de su familia la llamaron y le dijeron: “¿Irás tú con este varón? Y ella respondió: Sí, iré” (Génesis 24:58). Fue la seguridad que ella tenía en la soberana dirección de Dios lo que motivó su decisión. Y con esto reveló su osadía y la confianza que tenía depositada en El.
            Ciertamente que las horas del viaje estuvieron saturadas de conversación sobre Isaac. El viejo criado se lo iba describiendo con sinceridad y de manera completa. Isaac era un hombre modesto, manso en su manera de ser y amante de la paz. Era capaz de  llegar al extremo para evitar una pelea (Génesis 26:17-33). Era también persona reflexiva. No un pensador rápido sino más bien era tranquilo y reservado. No era un gran hombre como su padre, pero era un hombre bueno, con una fe firme en Dios y la conciencia de su misión divina. Sabía que a través de su descendencia, Dios traería bendiciones espirituales a toda la tierra (Génesis 26:3-5). Era diferente a la brillante Rebeca de tan rápida inteligencia y muy distinto en verdad. Pero los expertos nos dicen que los opuestos se atraen. Y Rebeca podía sentir su corazón atraído hacia aquel a quien  pronto iba a conocer y darse en matrimonio. Cuando la caravana de camellos se acercaba, llevando su preciosa carga Isaac estaba meditando afuera en el campo, a la hora de la tarde. Cuando Rebeca vio a Isaac, descendió del camello y se cubrió con su velo como entonces era la costumbre. Después que Isaac oyó todos los emocionantes detalles de ese viaje lleno de sucesos, y supo como la dirección providencial de Dios le había encontrado una novia, “la trajo Isaac a la tienda de su madre Sara, y tomó a Rebeca por mujer, y la amó; y se consoló Isaac después de la muerte de su madre” (Génesis 24:67). Fue un comienzo lleno de ternura.
            No obstante, en alguna parte, en el transcurso de este matrimonio este comenzó a agriarse. Vemos, en segundo lugar, una trágica declinación en sus relaciones. No estamos  del todo seguros en que consistía el problema. Por cierto que no era falta de amor, porque Isaac realmente amaba a Rebeca, y a diferencia de algunos maridos él lo mostraba abiertamente. Como a unos 40 años de estar casados, fue visto que la acariciaba en público (Génesis 26:8). Esto podría llevarnos a creer que ellos tenían buenas relaciones físicas, y eso es importante para un matrimonio. Pero el marido y la mujer no pueden pasarse todo el tiempo en la cama. Necesitan crear una profunda comunión de alma y de espíritu. Deben compartir con sinceridad lo que está pasando en su interior, lo que están pensando y sintiendo. Y no hay mucha evidencia de que Isaac y Rebeca procedieran así.
            Uno de sus problemas debe haber sido la falta de hijos. Podría ser que Isaac estuviera resentido por eso y, con todo, nunca llegara a admitirlo. Tener hijos era mucho más importante en aquellos días de lo que es hoy. Ellos trataron de tenerlos a lo largo de unos veinte años sin éxito. En veinte años puede acumularse mucha amargura en el interior de una persona. Pero Isaac acabó por llevar su problema al lugar apropiado. “Y oró Isaac a Jehová por su mujer, que era estéril; y lo aceptó Jehová, y concibió Rebeca su mujer” (Génesis 25:21).
            Con todo, el tener bebés no resuelve los problemas. Los gemelos que pronto nacerían, iban tan sólo a activar un problema que ya existía en sus relaciones. Parece que era un problema de comunicación. A Rebeca, que tenía una personalidad burbujeante, le gustaba conversar. Isaac, que tenía una personalidad retraída, prefería la soledad y el silencio. Era tan difícil hacerlo conversar. Empezaron por tener durante esos años cada vez menos comunicación el uno con el otro. Y la amargura de Rebeca crecía a causa de esa falta de comunión y de compañerismo que toda mujer anhela. Su voz llegó probablemente a tener un tono cáustico. En su cara quizá habrán aparecido arrugas de disgusto y desdén. Lo único que hacían sus miradas despectivas y sus comentarios rencorosos era alejar a Isaac todavía más, buscando su preciosa paz. Hasta es posible que él se haya vuelto sordo al diapasón de la voz de ella. Los expertos nos dicen en la actualidad que eso puede suceder realmente.
            Después que Rebeca concibió, tuvo un embarazo bastante malo. Isaac le fue de poca ayuda, de modo que “fue a consultar a Jehová; y le respondió Jehová: Dos naciones hay en tu seno, y dos pueblos serán divididos desde tus entrañas; el un pueblo será más fuerte que el otro pueblo, y el mayor servirá al menor” (Génesis 25:23). En las Escrituras no hay ningún indicio de que ella hubiera comunicado a su esposo esta divina profecía, que era algo fuera de lo usual, y que decía que Jacob, el menor, iba a recibir la bendición de la primogenitura. En la única mención que se hace del nombre de Rebeca fuera del libro de Génesis, esa profecía aparece como exclusivamente suya. “Se le dijo: El mayor servirá al menor” (Romanos 9:12). ¿Por qué no pudo ella comunicarle ni siquiera esta maravillosa palabra de Dios? ¿Por qué le era tan difícil hablar con Isaac sobre cualquier cosa?
            Los consejeros matrimoniales estiman que en la mitad de los casos como el de ellos, aparece un esposo silencioso. En algunos casos, como el de Isaac, quizá le sea genuinamente difícil al marido hablar. Puede ser que él no piense muy profundamente y no tenga mucho que decir. Puede ser que haya sido siempre un hombre tranquilo que nunca supo como comunicarse. En otros casos, alguien normalmente comunicativo quizá descuide hablarle a su esposa porque se envuelve en muchas otras cosas, sin darse cuenta de lo importante que es conversar con ella. Si ella lo fastidia por eso, podría suceder que él desarrolle una capa protectora de silencio alrededor de sí y se retraiga más todavía.
            Pero cualquiera que sea la causa de su silencio, le hace falta esforzarse para ser comunicativo. Su esposa necesita esa comunicación verbal y su compañerismo. Dios la hizo así. Y Dios puede ayudar al marido a mejorar en este aspecto si él quiere ser ayudado y busca esa ayuda de lo alto. Sea o no que llegue a ser un gran conversador, él puede llegar a ser un buen oidor. A su esposa le hace falta que él la escuche atentamente, no con un oído en la televisión y el otro en ella sino con ambos oídos hacia ella, y bien abiertos. Puede ser que eso sea lo único que ella pide. ¡Hombres, amen lo suficiente como para escuchar!
            Quizá haya casos en que el problema sea a la inversa. Que al hombre le gusta conversar, y la esposa encuentre difícil comunicarse. Cualquiera que sea la situación del lector, en su casa, podrá facilitar la conversación de su consorte, con solo recordar unos cuantos principios. Ante todo, no presione, deje que su consorte escoja el tiempo cuando se sienta más libre para conversar. Acepte sin enjuiciamiento la expresión de sus sentimientos y frustraciones. Cuando no tenga más remedio que estar en desacuerdo, hágalo en forma bondadosa y respetuosa, sin sarcasmo ni enjuiciamiento. Trate de entender a la otra persona, en vez de tratar de ser entendido. No haga conclusiones rápidas, sino escuche con paciencia hasta que termine de hablar. Y de ninguna manera critique pues no hay mayor enemigo que eso para la comunicación.
            Es evidente que nadie les dijo jamás estas cosas ni a Isaac ni a Rebeca. Sus relaciones iban de mal en peor. Cuando nacieron los gemelos, la personalidad de ellos, según lo podríamos esperar, era enormemente diferente la una de la otra. La Escritura dice: “Y crecieron los niños, y Esaú fue diestro en la caza, hombre de campo; pero Jacob era varón quieto, que habitaba en tiendas” (Génesis 25:27). Como sucede muchas veces cuando el marido y la mujer mantienen escasas relaciones entre sí, cada uno de ellos, tanto Isaac como Rebeca, se apegó a uno de los niños a modo de sustituto en sus relaciones para llenar el vacío que había en su alma. “Y amó Isaac a Esaú, porque comía de su caza; mas Rebeca amaba a Jacob” (Génesis 25:28).
            Isaac vio en Esaú el recio hombre de campo que él mismo nunca fue. Y aprendió a disfrutar de los resultados del deporte de Esaú en forma vicaria cuando saboreaba sus deliciosos guisados de caza. Por otra parte, Rebeca favoreció a Jacob. Este se quedaba cerca del hogar. Probablemente conversaba con ella, la escuchaba y le ayudaba en sus quehaceres. Y ella encontró en él la compañía que nunca disfrutó con su marido. Era un arreglo patético, y estaba destinado a tener serias repercusiones en la vida de los muchachos.
            Hoy en día los psicólogos nos advierten en cuanto a esos mismos dos problemas que estuvieron presentes en ese hogar de la antigüedad. Nos dicen que una madre dominante y un padre pasivo tienden a producir hijos problemáticos y que el favoritismo en la unidad de la familia tiene a causar serios defectos en la personalidad de los hijos. Mientras que uno de los hijos puede estar mimado y tratado con demasiada indulgencia por uno de los padres, es criticado y rechazado  por el otro. Ninguno de los dos le está haciendo bien, y los dos juntos contribuyen a que se tenga con poca estima con sentimientos ambivalentes que lo mantienen confundido y le ponen una carga de culpabilidad. Llegará a no tenerle respeto al padre que lo consiente y despreciará al que lo rechaza. Y llegará finalmente a desdeñar a ambos, y comenzará a arrebatar lo que él desea de la vida, sin importarle a quién hiere al hacerlo.
            Esto era exactamente lo que estaba pasando en el hogar de Isaac y Rebeca. Jacob demostró su egoísmo acaparador robándole la primogenitura a su hermano (Génesis 25:29-34). Esaú demostró el desprecio que tenía por sus padres casándose con dos mujeres heteas, contra la voluntad de sus padres (Génesis26:34-35). Y el pacifico Isaac, mientras tanto se quedaba por allí sentado, comiendo su guisado de caza y dejando que todo eso sucediera.
            La trágica decadencia en estas relaciones acabó por llegar a un final de deslealtad. “Deslealtad” es la mejor palabra que yo puedo usar para describir los sucesos registrados  en Génesis 27. Rebeca, fisgoneando por detrás de la tienda, oyó como el viejo Isaac le dijo a Esaú que le trajera alguna caza y le hiciera un sabroso guisado, a fin de que él pudiera ganar fuerzas para bendecirlo antes de morir. En realidad Isaac vivió muchos años más, pero se volvió retraído y absorto en sí mismo, casi como si estuviera en estado de hipocondría.
            Es importante tener presente que él no sabía todavía que Jacob estaba llamado a recibir la bendición de la primogenitura, y que sería el guía espiritual de la familia. Mas tarde la Escritura haría esta declaración: “Por la fe bendijo Isaac a Jacob y a Esaú respecto a  cosas venideras” (Hebreos 11:20). Isaac creía que él estaba bendiciendo a Esaú, y no a Jacob. Por cierto que el Espíritu de Dios no habría dicho “por la fe”, si Isaac hubiera dado aquella bendición en consciente desobediencia a la conocida voluntad de Dios. ¡Es que Isaac no lo sabía todavía!
            Este hubiera sido el momento apropiado para que Rebeca acudiera a Dios en oración pidiendo la sabiduría divina, para luego entrar y comunicar con tacto a Isaac la promesa que Dios le había hecho a ella, poco antes que nacieran los gemelos. Si alguna vez hubo un momento apropiado para arreglar eso, era éste. Si ella hubiera razonado con él en forma amorosa, basándose en las palabras que Dios le había dicho, ciertamente que ella habría podido conseguir a Jacob la bendición que Dios quería que él tuviera. Pero en vez de oración y  razonamiento, ella escogió la deslealtad y el engaño.
            El ocultar los verdaderos pensamientos y sentimientos de uno puede en realidad ser una forma de engaño. El engaño había llegado a ser un modo de vida para Isaac y Rebeca, y ahora estaba a punto de alcanzar su pleno florecimiento. Sería prudente que nos fijemos en esto con mucho cuidado, porque esta es la clase de consecuencia a que puede eventualmente conducir la falta de comunicación.
            El plan de Rebeca era ayudar a Jacob para que suplantara a Esaú, y así el viejo y ciego Isaac, engañado, tuviera que bendecirlo en lugar de bendecir a su hermano. A Jacob no le gustó la idea porque Esaú era un hombre velloso, mientras que él era lampiño. Lo más probable era que su papá iría a poner las manos sobre él, sentir la piel tersa y su engaño quedaría patente, acarreándole maldición en vez de bendición. Pero Rebeca ofreció asumir cualquier maldición, y lo urgió a que siguiera adelante e hiciera como le decía. Su ofrecimiento daba la apariencia de sacrificio pero era pecaminoso y enfermizo.
            La confianza es esencial donde quiera que haya relaciones de amor. Pero la confianza no puede florecer en un hogar donde hay fraude y engaño como sucedía en este. Los esposos que ocultan adrede las cosas el uno al otro, que dan vueltas para esconder la verdad en cuanto a finanzas, a las actividades en que se hallan involucrados, a las cosas que los hijos han hecho, o en cuanto a cualquier otra cosa, nunca podrán disfrutar de la plenitud del amor de Dios en sus relaciones. El amor sólo puede florecer en un ambiente de honradez. Pedro nos exhorta a desechar todo engaño e hipocresía (1 Pedro 2:1). Pablo nos dice que sigamos la verdad en amor (Efesios 4:15).
            Rebeca y Jacob habían olvidado lo que es la verdad. Valiéndose de pieles de cabritos, los dos tramposos llevaron a cabo su engañosa conspiración. Isaac se estremeció cuando más tarde descubrió que había sido victima de su esposa y de su hijo, pero el no revertiría la bendición. Había bendecido a Jacob, “y será bendito”, afirmó confiadamente (Génesis 27:33). Isaac se dio cuenta de que Dios había pasado por alto sus intenciones originales, aún cuando ello fue a través de un acto de engaño. Su disposición para aceptar eso de Dios fue una expresión tan significativa de su fe en el control soberano que Dios tiene sobre las circunstancias que los rodeaban, que le mereció una mención en la galería de la fama de los hombres de fe (Hebreos 11:20).
            Sin embargo Esaú no tenía tanta fe, pues juró matar a su hermano. Pero tal como lo habríamos esperado, Rebeca se presentó con otra ingeniosa idea. Cuando oyó lo que Esaú intentaba hacer, llamó a Jacob y le dijo: “He aquí, Esaú tu  hermano se consuela acerca de ti con la idea de matarte. Ahora pues, hijo mío, obedece a mi voz; levántate y huye a casa de Labán mi hermano en Harán, y mora con él algunos días, hasta que el enojo de tu hermano se mitigue; hasta que se aplaque la ira de tu hermano contra ti, y olvide lo que le has hecho; yo enviaré entonces, y te traeré de allá. ¿Por qué seré privada de vosotros ambos en un día?” (Génesis 27:42.45).
            A fin de lograr que Isaac estuviera de acuerdo con su plan, tuvo que engañarlo otra vez. Fue otra obra teatral maestra. Uno casi puede sentir el melodrama cuando ella exclama: “Fastidio tengo de mi vida, a causa de las hijas de Het. Si Jacob toma mujer de las hijas de Het, como éstas, de las hijas de esta tierra, ¿Para qué quiero la vida?” (Génesis 27:46). Así que Isaac, creyendo cumplir un deber, mandó a buscar a Jacob y le dio instrucciones para que fuera a Padan-aram para buscarse esposa. Un engaño generalmente demanda otro, hasta que la vida del engañador se convierte en una telaraña de desesperación.
            ¡Pobre Rebeca! Creía que estaba haciendo lo recto. Pero Dios nunca nos pide que pequemos para llevar a cabo su voluntad. Debido a su engaño, Rebeca enajenó más todavía a su esposo; enfureció y distanció totalmente a su hijo primogénito, y al tanto que pensaba que su amado Jacob estaría ausente solo por unos pocos días, nunca más lo volvió a ver. Cuando él regresó al hogar veinte años después, Isaac todavía estaba vivo, pero Rebeca yacía junto a Abraham y Sara en la cueva sepulcral de Macpela.
            Algunos de los detalles pueden variar, pero el patrón general de estas vidas se ha repetido en muchos hogares desde entonces. Quizá se esté representando ahora mismo en el de usted. La comunicación se encuentra paralizada. Viven bajo el mismo techo pero cada quien en su propio mundo a solas. No importa quién sea más culpable, el esposo o la esposa. Desistan de seguir alejándose el uno del otro, den la vuelta y digan: “Yo te necesito, necesito que me hables. Necesito saber lo que piensas y sientes. Por favor, comunícate conmigo. Yo necesito que me escuches y trates de comprender”. Luego comiencen a hablar abierta y sinceramente sobre eso. Desciendan bien hondo dentro de ustedes mismos y díganse uno al otro sus dolores, sus luchas, sus frustraciones, sus debilidades, su confusión, sus necesidades, así como sus metas y aspiraciones. Después escúchense uno al otro con paciencia, comprensión y ánimo de perdonar. Y anímense uno al otro con amor. Nuevos goces les vendrán a medida que se vayan volviendo uno al otro.

Ahora, conversemos

1.- ¿Habrá en las relaciones de usted con sus hijos, algún indicio del mismo tipo de mimos y consentimiento que causó tan infelices consecuencias en el matrimonio de Isaac? ¿Qué podrá hacer para evitarlo?

2.- ¿Cuáles son las formas en que podría enseñarle a sus hijos la importancia que tiene el casarse con una persona creyente, y el buscar la voluntad de Dios en su elección?

3.- ¿Por qué piensa que Rebeca nunca relató a Isaac la promesa que Dios le había dado con respecto a sus hijos?

4.- ¿Por qué sucede hoy en día que el esposo o la esposa se oculten las cosas el uno al otro? ¿Qué se podría hacer para remediar tal situación?

5.- ¿Cree poder compartir abiertamente sus sentimientos más íntimos con su consorte? Si no, ¿por qué? Converse de esto con su consorte.

6.- ¿Tiene gran importancia lo que su compañero/compañera comparte con usted? ¿Realmente escucha? ¿Cómo podría corregir cualquier deficiencia en este asunto?

7.- ¿Qué cosas específicas podría hacer para animar a que haya una comunicación más abierta y más íntima uno con el otro?

8.- ¿Es sensible a las necesidades de su consorte, o piensa en cómo puede ser mejor servido? ¿De qué manera evitaría el deseo egoísta de satisfacer sus propias necesidades, y pensar en las necesidades de su compañero/compañera?

9.- ¿Cómo usa a veces la gente las relaciones con sus hijos como sustituto de unas buenas relaciones con su cónyuge? ¿Qué razones se hayan detrás de esto, y cómo puede ser corregido? 

Material tomado del libro “Famosas parejas de la Biblia” de RICHARD L. STRAUSS.

"Si, mi señor"
(La historia de Abraham y Sara)

            Dios le dijo a Eva: “Y tu deseo será para tu marido, y él se enseñoreará de ti” (Génesis 3:16). Eso fue parte de la carga que el pecado trajo a la mujer. Y es interesante ver que el siguiente gran contacto entre marido y mujer, que se encuentra en las Escrituras, ilustra la sumisión de una esposa al señorío de su esposo. Sara es elogiada dos veces por los escritores del nuevo testamento, una vez pos su fe (Hebreos 11:11), y la otra por someterse a su marido (1Pedro 3:5-6). El apóstol Pedro llegó a decir que “Sara obedecía a Abraham, llamándole señor”.
            A nosotros no se nos ocurriría que una esposa llamara a su esposo “mi señor” en nuestra cultura. Pero en aquellos tiempos esa era la forma en que una esposa podía expresar su sometimiento. Y, cosa curiosa, estos dos principios, fe y sumisión, realmente van juntos. Para una esposa, sumisión es básicamente fe en que Dios está obrando a través de su esposo para llevar a cabo lo que es mejor para ella. Y ésa es la historia de la vida de Sara con Abraham.
            Consideremos, ante todo, las primeras semillas de fe. La historia empezó en la ciudad de Ur, una pujante metrópoli situada cerca de la antigua línea costera del Golfo Pérsico. Había allí al menos un hombre que sentía repulsión por la idolatría y el pecado de Ur, porque el había llegado a conocer al único y verdadero Dios vivo. En efecto, Dios le había hablado: “Vete de tu tierra y de tu parentela, y de la casa de tu padre, a la tierra que te mostraré. Y haré de ti una nación grande, y te bendeciré, y engrandeceré tu nombre, y serás bendición. Bendeciré a los que te bendijeren, y a los que te maldijeren maldeciré; y serán benditas en ti todas las familias de la tierra” (Génesis 12:1-3). Armado Abraham, de tan potente promesa, levantó campamento y, junto con su padre taré, su sobrino Lot y su esposa Sara, comenzó la larga jornada hacia el norte, bordeando las fértiles extensiones, hasta llegar a la ciudad de Harán.
            No es muy divertido mudarse, de modo particular cuando se hace a lomos de un camello o de un asno. ¡Y especialmente cuando ni siquiera sabe a donde va! “Por la fe Abraham, siendo llamado, obedeció para salir al lugar que había de recibir como herencia; y salió sin saber a dónde iba” (Hebreos 11:8). Eso es probablemente más difícil para una mujer que para un hombre. No se menciona a Sara en ese versículo, pero su fe estaba ahí cada partícula tan firme como la de Abraham. Ella tenía fe de que Dios la sostendría a lo largo de aquel arduo viaje y mostraría a su esposo el lugar que les había escogido.
            Sara no era mujer débil, sin aguante, demasiado dependiente o superficial. Sus padres la llamaron Saraí. En el antiguo mundo bíblico los nombres tenían su razón de ser. Su nombre quería decir “princesa”. Quizá tenía que ver con su gran belleza, a la cual se hace referencia dos veces en el registro inspirado (Génesis 12:11,14). Es probable que describiese también lo refinado de su crianza, lo elevado de su educación, la excelencia de su encanto y la gracia de sus maneras. Cuando Dios le cambió nombre, Sara, no le quitó la connotación de “princesa”, sino que le añadió una dignidad más, la de maternidad. Se le llama en este contexto “madre de naciones” (Génesis 17:15-16).
            Sara era una mujer inteligente y capaz. Pero cuando se caso con Abraham, tomó una decisión, estableció como misión vitalicia la tarea de ayudar a su esposo a cumplir los propósitos que Dios tenía para él. Eso no era debilidad. Era la voluntad de Dios para la vida de ella, la verdadera sumisión bíblica. Algunas esposas han estado saboteando sistemáticamente el plan de Dios para su esposo, porque no han querido creer en Dios ni entregarse a su sabiduría. Simplemente no confían en que Dios obra por medio de su esposo para llevar a cabo lo mejor. Creen estar cooperando con Dios al tratar de dominar a su esposo.
            Parece como que el padre de Abraham rehusó seguir adelante después que llegaron a Harán. Era un idólatra (Josué 24:2), y la ciudad de Harán le venía como anillo al dedo para residencia definitiva. Retardó los propósitos de Dios para Abraham, pero nos los pudo destruir. A la muerte de Taré, Abraham, que a la sazón tenía setenta y cinco años de edad, partió de Harán para ir a la tierra que Dios le había prometido (Génesis 12:4). Era otro mudarse a un nuevo lugar desconocido, pero a su lado estaba Sara, mujer de sumisión y de fe (Génesis 12:5). Los días por venir verían la fe y sumisión de ella dolorosamente puestas a prueba.
            Exploremos, en segundo lugar, las constantes luchas de fe. La fe crece mejor cuando se encuentra bajo ataque. Quien ora porque Dios le quite los problemas puede estar pidiendo una vida espiritual enfermiza. Hay veces que nuestra fe tambalea bajo la presión. Pero si admitimos nuestra falla y aceptamos el perdón de Dios, hasta esos fracasos pueden contribuir a nuestro crecimiento espiritual. Tanto Abraham como Sara son elogiados en las escrituras por su gran fe. Pero quedan registrados sus fracasos para que nos sirvan de enseñanza y aliento.
            El primer ataque les llegó poco después que entraron en Canaán. Hubo entonces hambre en el país, y Abraham decidió dejar el lugar que Dios le había prometido y descendió a Egipto (Génesis 12:10). Si él hubiera consultado a Sara, ella quizá le hubiera indicado la insensatez de su decisión. Pero, al igual que muchos hombres, siguió adelante con sus planes, sin tomar en consideración las dificultades que a ella podrían causar. Demasiados son los hombres que rehúsan pedirle consejo a su esposa. Creen que el ser cabeza de familia implica hacer todo lo que les plazca, sin discutirlo con su esposa para llegar a un acuerdo mutuamente aceptable. Temen que su esposa quizá encuentre fallas en su lógica, o que quizá exponga su egoísmo de mente estrecha. De manera que siguen adelante con sus planes, y luego la familia entera sufre las consecuencias.
            Cuando se iban acercando a Egipto, Abraham le dijo a su esposa: “He aquí, ahora conozco que eres mujer de hermoso aspecto; y cuando te vean los egipcios, dirán: Su mujer es; y me matarán a mí, y a ti te reservarán la vida. Ahora, pues, dí que eres mi hermana, para que me vaya bien por causa tuya, y viva mi alma por causa de ti” (Génesis 12:11-13). Era verdaderamente un tributo a la belleza de Sara el que a los sesenta y cinco años de edad todavía fuera tan irresistible como para que Abraham pensara que los egipcios tratarían de matarlo a él por causa de ella. Y su belleza no estaba tan solo en los ojos de Abraham: “Y aconteció que cuando entró Abraham en Egipto, los egipcios vieron que la mujer era hermosa en gran manera. También la vieron los príncipes de Faraón, y la alabaron delante de él; y fue llevada la mujer a casa de faraón” (Génesis 12:14-15). Mientras Abraham estaba pensando que los egipcios quizás lo matarían para quitarle la esposa, él estaba seguro de que lo tratarían como a un huésped de honor si llegaran a creer que él era hermano de ella. Y resultó que estaba en lo cierto, ellos le dieron muchos animales y sirvientes por causa de ella (Génesis 12:16). Ahora, pues, hablando con propiedad, Sara sí era hermana de Abraham, su media hermana (Génesis 20:12). Tales matrimonios no eran insólitos en aquellos días. Pero lo que ellos le habían dicho a Faraón era tan sólo verdad a medias y las verdades a medias son mentiras en la economía de Dios. Él no puede honrar el pecado.  
            ¿Por qué siguió adelante Sara con esa pecaminosa intriga que Abraham le había trazado? ¿No era este un caso en que la obediencia a Dios sobrepasara la obediencia al esposo? Yo creo que sí. La esposa no tiene la obligación de obedecer a su esposo cuando esa obediencia atenta contra la voluntad de Dios, claramente revelada (Hechos 5:29). Sara habría podido rehusar hacerlo. Pero ella demuestra lo profunda que era realmente la fe y la sumisión de ella. Sara creía en la promesa de Dios de que Abraham iba a ser el padre de una gran nación. Y ya que no tenían hijos, de ella se podía prescindir, pero Abraham tenía que vivir y procrear hijos, aún cuando fuera con otra mujer.
            Quizás habrá creído también que Dios intervendría para librarla antes de que ella tuviese que cometer alguna inmoralidad. Y eso sería lo más probable en vista de que Faraón tenía un gran harén. Quizás ella habrá creído igualmente que Dios la reuniría con su esposo y que los rescataría del poder del Faraón. Y porque creía ella se sometió. Dios habría podido protegerlos en forma distinta al plan egoísta de Abraham. Con todo, la fe que Sara tenía en Dios y la sumisión que profesaba a su esposo, quedaron hermosamente ilustradas en esta narración del Antiguo Testamento. La verdadera prueba de la sumisión de una esposa puede sobrevenir cuando ella sabe que su esposo está cometiendo un error.
            Es difícil imaginar alguien hundido más que Abraham en esta ocasión. Hasta el mismo rey pagano lo reprendió por lo que había hecho (Génesis 12:18-20). Le falló tristemente a Sara, pero Dios le fue fiel a ella. Honró la fe de ella y la libró. Dios nunca abandona a los que confían en Él. Uno creería que la lección de Dios en cuanto s su soberano cuidado se le habría grabado indeleblemente en el alma, después de esta experiencia, que Abraham nunca más volvería a comprometer a su esposa para protegerse a sí mismo. Pero lo hizo. Unos veinte años después hizo exactamente eso con Abimelec, rey de Gerar (Génesis 20:1-18). Esto demuestra lo débiles e infieles que pueden llegar a ser hasta los que son fieles. Hay algunos pecados que creemos que nunca más los volveremos a cometer, sin embargo tenemos que estar siempre vigilantes, porque es precisamente ahí donde Satanás nos irá a atacar. Lo admirable es que Sara se volvió a someter en esta ocasión, y que Dios la volvió a librar, otra evidencia de la fe de ella y de la fidelidad de Dios.
            La siguiente gran prueba de su fe se revela en esta aseveración: “Saraí, mujer de Abraham, no le daba hijos” (Génesis 16:1). Dios estaba a punto de cambiar el nombre de Abram, a Abraham, de “padre enaltecido” a “padre de una multitud”. ¿Cómo podría Abraham ser “padre de una multitud” si ni siquiera un hijo tenía? Y ahora tocaba a Saraí inventar un ingenioso plan, muy humano. Ofreció, pues, a Agar, su sierva egipcia, a Abram para que pudiera tener un hijo con ella. Tenemos que admitir que dicha sugerencia revelaba la convicción de Saraí de que Dios mantendría su palabra y le daría un hijo a Abram. Es obvio que ella fue motivada por el amor que le profesaba a Abraham y por el deseo de que él tuviera ese hijo. Y el compartir a su esposo con otra mujer habrá sido para ella un sacrificio costosísimo. Pero ese no era el “camino” de Dios (Isaías 55:8-9), era simplemente otra solución carnal. Los “caminos” de Dios siempre son mejores, aún cuando Él esté como reteniendo lo que nosotros creemos que nos va a hacer falta en un momento determinado.
            Con demasiada frecuencia nosotros, terrícolas obsesionados con el tiempo, resentimos sus largas demoras y tomamos las cosas en nuestras propias manos, causándonos con ello, por lo regular, grandes aflicciones. Nos ahorraríamos muchas tristezas si tan sólo pudiéramos aprender a seguir confiando en Él cuando nos parece que nuestra situación en la más desoladora.
            Este pecado impulsivo repercutió en las relaciones entre Abram y Sarai. Agar resultó embarazada y eventualmente se puso orgullosa e incontrolable. Saraí culpaba a Abram por todo ese problema, siendo que era en realidad consecuencia de la propia idea de ella. Entonces empezó a tratar duramente a Agar, exponiendo con esa falta de consideración la amargura y el resentimiento que había en su alma. Abram había soslayado su deber. El, antes que nada, habría debido decir NO al pecaminoso plan de Saraí. Sin embargo en esta ocasión le dijo que arreglara su problema ella misma, que hiciera lo que bien le pareciera, pero que dejara de molestarlo con eso (Génesis 16:6).
               Es difícil para una esposa estar sujeta a un pelele, a un hombre que evita resolver las cosas, declina hacer decisiones y soslaya sus responsabilidades. No hay en él nada a qé sujetarse, no hay liderazgo que seguir. Una esposa no puede ayudar a su esposo a cumplir las metas que Dios ha dispuesto para la vida de él, cuando ella ni siquiera sabe cuáles son las tales metas.
            Aun grandes hombres y mujeres de fe tienen momentos en que les falta la fe. Y ningún momento de esos fue peor, tanto para Abraham como para Sara, que aquel en que se rieron de Dios. Los dos hicieron. Dios le dijo a Abraham que Él bendeciría a Saraí y le haría madre de naciones; reyes de pueblos vendrían de ella (Génesis 17:6). “Entonces Abraham se postró sobre su rostro, y se rió, y dijo en su corazón: ¿A hombre de cien años ha de nacer hijo? ¿Y Sara, ya de noventa años, ha de concebir? (Génesis 17:17). Abraham trató de inducir a Dios de que aceptase a Ismael como su heredero. Pero Dios le dijo: No, pero “Sara tu mujer te dará a luz un hijo, y llamarás su nombre Isaac; y confirmaré mi pacto con él como pacto perpetuo para sus descendientes después de él” (Génesis 17:19).
            Ahora le tocaba el turno a Sara. El Señor apareció a Abraham como un hombre que visitaba su tienda. Y Sara estaba escuchando cuando Él dijo: “De cierto volveré a ti; y según el tiempo de la vida, he aquí que Sara tu mujer tendrá un hijo” (Génesis 18:10). “Sara escuchaba a la puerta de la tienda…y se rió…entre sí, diciendo: ¿Después que he envejecido tendré deleite, siendo también mi Señor ya viejo?” (Génesis 18:10-12). (De paso este pasaje es el que enteró a Pedro que ella lo solía llamar “mi Señor”). La sumisión estaba allí pero su fe estaba fluctuando. Las batallas de la fe son reales, y todos nosotros las experimentamos. Parece como si los dardos de duda de satanás estuvieran volando en dirección a nosotros la mayor parte del tiempo. Y quizá nosotros también seamos tentados a sonreírnos con escepticismo al mero pensamiento de que Dios vaya a resolver nuestros problemas espinosos.
            Pero gracias le sean dadas a Dios por el triunfo final de la fe. Yo creo que el triunfo de la fe que tuvieron en sus batallas de la fe ocurrió durante ese último encuentro con el Señor.
            “¿Por qué se ha reído Sara? –Preguntó enseguida Dios- “¿Hay para Dios alguna cosa difícil?” (Génesis 18:13-14). Ese punzante reto traspasó el vacilante corazón de ellos y su fe revivió, fuerte y firme. Hubo todavía aquella breve recaída en Gerar (Génesis 20:1-18). Pero básicamente las cosas fueron diferentes de allí en adelante.
            El apóstol Pablo, hablando de Abraham, escribió: “Y no se debilitó en la fe al considerar su cuerpo, que estaba ya como muerto (siendo de casi cien años), o la esterilidad de la matriz de Sara. Tampoco dudo, por incredulidad, de la promesa de Dios, sino que se fortaleció en fe, dando gloria a Dios, plenamente convencido de que era también poderoso para hacer todo lo que había prometido” (Romanos 4:19-21).
            Hablando de Sara el escritos de Hebreos declaró: “Por la fe también la misma Sara, siendo estéril, recibió fuerza para concebir; y dio a luz aún fuera del tiempo de la edad, porque creyó que era fiel quien lo había prometido” (Hebreos 11:11). Su fe fue recompensada, Sara tuvo un hijo y le pusieron por nombre Isaac, que quiere decir “risa”. Y Sara revela el motivo por el cual le pusieron ese nombre: “Dios me ha hecho reír, y cualquiera que lo oyere, se reirá conmigo” (Génesis 21:6). Su risa de duda se había convertido en risa de júbilo triunfante. Y nosotros podemos compartir ese júbilo con ella.
            Abraham y Sara tendrían todavía problemas. La vida de fe nunca está libre de obstáculos. Agar e Ismael estaban todavía en su alrededor para burlarse de Isaac. Y Sara se encontraba enojada por eso. Así pues, cuando vio que Ismael se estaba burlando otra vez de su pequeño Isaac, parece que perdió todo el control pues entró corriendo a donde se encontraba Abraham, y en forma airada le exigió: “Echa a esta sierva y a su hijo, porque el hijo de esta sierva no ha de heredar con mi hijo” (Génesis 21:10).
            ¿Podría ésta ser la misma mujer que es exaltada en el Nuevo Testamento por su sumisión y obediencia? Sí, es la misma. Una saludable sumisión no prohíbe la expresión de opiniones, de lo contrario sería una sumisión enfermiza, motivada usualmente por la poca estimación que uno se tenga (“mis opiniones no valen nada”), o por el temor a determinadas circunstancias desagradables (“quiero tener paz a toda costa”), o por el deseo de evitar responsabilidades (“deja que otro haga las decisiones; no quiero que se me eche la culpa”).
            Sara al menos dijo lo que tenía en mente. Y además, ¡tenía razón! No por haberse enojado no estaba bien, pero Ismael no había de heredar con Isaac, y Dios quería que abandonara aquel hogar. Dios le dijo a Abraham que prestara oídos a Sara y que hiciera lo que ella le había dicho (Génesis 21:12). Y, cosa extraña, aún cuando Sara lo había expresado en estado de gran agitación emocional, Dios quiso que Abraham acatara su advertencia. Hay veces que Él quiere usar a la esposa para corregir al marido, para hacerlo madurar, para ayudarle a resolver sus problemas y para darle discernimiento. Para esos son las “ayudas”.
            Hay esposos que hacen que su esposa se sienta estúpida y como que sus ideas son ridículas y sus opiniones carecen de valor. El esposo que así procedes es el realmente ignorante, ha despreciado lo mejor que Dios le ha dado. Si la esposa dice al esposo que hay un problema en su matrimonio, Dios quiere que él le preste oídos, que oiga su evaluación de la situación, los cambios que ella cree que han de hacerse. Que escuche cuando ella trata de comunicar sus sentimientos y sus necesidades…y que luego haga algo positivo en cuanto a los mismos. Uno de los problemas que más prevalecen hoy entre los matrimonios cristianos, es que el esposo tiene demasiado orgullo para admitir que algo anda mal, y es demasiado terco para ponerle remedio. Quizás Dios quiera iluminarlo valiéndose de su esposa.
            La sierva y su hijo fueron finalmente echados. Ismael tenía entonces suficiente edad para proveer para su madre, y Dios le dio habilidad en el tiro al arco (Génesis 21:20). Y quitado el irritante, esta pequeña y feliz familia de tres, disfruto de un ambiente de fe e intimidad sin estorbos. Pero la prueba más dura de la fe estaba todavía por venirles. “Aconteció después de estas cosas que probó Dios a Abraham” (Génesis 22:1). Sería una prueba muy fuera de lo usual. Dios le dijo: “Toma ahora tu hijo, tu único, Isaac, a quien amas, y vete a tierra de Moriah, y ofrécelo allí en holocausto sobre uno de los montes que yo te diré” (Génesis 22:2). El nombre de Sara no aparece en este capítulo, y raras veces lo mencionamos cuando hablamos sobre este tema. Pero ella seguramente sabía lo que estaba pasando. Probablemente les ayudó a preparar el viaje. Vio la leña, el fuego y el cuchillo. Vio a su hijo Isaac. Y vio a Abraham, una expresión de agonía se reflejaba en su frente batida por el tiempo. Pero ella no vio que llevasen animal alguno para el sacrificio. La Escritura dice que Abraham creyó que Dios podía levantar a Isaac aún de entre los muertos (Hebreos 11:19). De seguro que Sara también tenía la misma fe. Ella los siguió con la vista hasta que desaparecieron en el horizonte. Y aunque su corazón materno se le partía, no pronunció una sola palabra de protesta. Fue esta probablemente la más grande demostración de su fe en Dios y de sumisión a la voluntad y al propósito de su esposo. “Porque así también se ataviaban en otro tiempo aquellas santas mujeres que esperaban en Dios, estando sujetas a sus maridos; como Sara obedecía a Abraham, llamándole señor; de la cual vosotras habéis venido a ser hijas, si hacéis el bien, sin temer ninguna amenaza” (1Pedro 3:5-6). La esposa cristiana no tiene por qué temer esa sumisión, puesto que su esperanza está en Dios. Él será fiel a su palabra y usará la obediencia de ella para llevar a cabo lo que es mejor para ella misma.
            Sara fue una de aquellas mujeres de las cuales habó el rey Lemuel, diciendo que le daba a su esposo bien y no mal todos los días de su vida (Proverbios 31:12). Tan solo si la mujer cree que nada es demasiado difícil para Dios, si cree que Dios puede valerse hasta de los errores de su esposo para traer gloria a sí mismo y bendiciones para ellos, es que puede llegar a ser esa clase de esposa. Y tan solo si el hombre a aprendido a seguir la dirección de Dios, en vez de perseguir sus propias metas egoístas, es que puede llegar a ser merecedor de una esposa con tal sumisión. Sabe que en sí carece de una superioridad que apoye su posición de liderazgo pues le es dada por Dios. De manera que la acepta como encargo sagrado depositado en él, y lo desempeña en plena sumisión a su Señor y en desinteresada consideración para su esposa, teniendo en cuenta lo que es mejor para ella.

Ahora, conversemos

1.- Para esposos: ¿Cuáles son sus metas en la vida? ¿Las ha comunicado a su esposa?
     Para esposas: ¿Cómo podría ayudar a que su esposo lleve a cabo los propósitos que Dios tiene en su vida?
2.- ¿Por qué tiene que buscar el esposo los consejos de la esposa en las decisiones que la afecta a ella?
3.- ¿En qué situaciones encuentra por lo regular la esposa, que le es muy difícil ser sumisa?
4.- ¿Cómo espera Dios que reaccione la esposa cuando ve que su esposo anda fuera de la voluntad de Dios?
5.- Para esposas: ¿Habrá algún aspecto de su sumisión que se deba a poca estimación propia o al temor de hallarse en circunstancias desagradables, o al deseo de evitar responsabilidades? ¿Cuál ha de ser la base de una sana sumisión?
6.- ¿Cómo a veces el esposo usa el ser cabeza del hogar a modo de garrote para salirse con la suya? ¿Qué puede hacer él para evitarlo?
7.- Ya que Dios sitúa al esposo en el papel de ser la cabeza, ¿Cuáles son entonces algunas de las obligaciones que él tiene para con su esposa?
8.- Para esposas: ¿En qué forma desea Dios que exprese sus opiniones y deseos a su esposo?
      Para esposos: ¿Cómo espera Dios que reaccione cuando su esposa trata de comunicarse con usted?

 Material tomado del libro “Famosas parejas de la Biblia” de RICHARD L. STRAUSS.

 
"Y la luna de miel se acabó"
(La historia de Adán y Eva)

     Toda luna de miel es un tiempo delicioso. La expresión en sí parece destilar esa frescura y emoción del amor de la juventud. Parece acuñada para dar la idea de que la primera luna o sea, el primer mes de matrimonio es la más dulce y la que más satisface. Aunque no es precisamente así como debería ser. A Dios le complacería que los matrimonios mejoraran con el paso del tiempo. Cada nuevo mes debería ser más dulce y más satisfactorio que el anterior. Desafortunadamente, algunos matrimonios resultan ser exactamente lo que implica la frase “luna de miel”. El primer mes fue el mejor y a partir de entonces, todo empezó a decaer. Si fijamos la mirada en la palabra de Dios, quizá podamos invertir el proceso.
     Las Escrituras no lo dicen de modo específico, pero tengo la sensación de que para Adán y Eva la luna de miel habría durado mucho más de un solo mes. Sólo Dios sabe cuántos meses o años de puro éxtasis abarcan los capítulos dos y tres de Génesis. Pero no ha habido relaciones humanas que hayan sobrepasado jamás la de ellos en aquellos primeros días de purísimo júbilo y gozo arrebatador. Este fue sin duda alguna, el matrimonio perfecto.
     Simplemente consideremos que si algún matrimonio se hizo en el cielo, éste lo fue. Algo perfectamente planeado y llevado a cabo por un Dios perfecto. Primero esculpió a Adán (Génesis 2:7). Moldeado por el Supremo Hacedor, sin duda Adán tuvo un físico sin defecto y facciones de viril apostura. Y fue creado a la propia imagen de Dios (Génesis 1:27). Eso quiere decir que tenía una personalidad a semejanza de Dios, intelecto perfecto, emociones perfectas y voluntad perfecta. Poseía una mente brillante, no degenerada por el pecado. Sus emociones sin defecto, incluían un amor tierno y desinteresado, amor de Dios mismo. Y poseía una voluntad en completa armonía con los propósitos de su Creador. Mujeres, ¿no quisieran alguien así? ¡Alguien física, mental, emocional, y espiritualmente  perfecto!  
     Pero empecemos por Eva. “Entonces Jehová Dios hizo caer sueño profundo sobre Adán, y mientras este dormía, tomo una de sus costillas, y cerró la carne en su lugar. Y de la costilla que Jehová Dios tomó del hombre, hizo una mujer, y la trajo al hombre” (Génesis 2:21-22). Adán debe de haber contemplado a Eva con asombro y reconocimiento. Producto supremo del genio creativo de Dios, era ella gracia y belleza sin defecto; hermosura pura de rostro y formas. Modelada por las manos del mismo Dios, Eva solo podía ser la criatura más primorosa que hubiera caminado jamás sobre la faz de la tierra. Y, al igual que Adán, ella fue hecha a la imagen de Dios. Ni su mente, ni sus emociones, ni su voluntad estaban afectadas por el pecado. ¿Qué hombre no buscaría una mujer como esa?
     Adán reconoció inmediatamente lo que ella y él tenían en común. “Dijo entonces Adán: Esto es ahora hueso de mis huesos y carne de mi carne; esta será llamada varona, porque del varón fue tomada” (Génesis 2:23). Parece que sin haber recibido ninguna revelación especial de parte de Dios, Adán supo instintivamente que Eva fue hecha de él, parte de él, su igual; su complemento y su contrapartida. La llamo varona, “hombre hembra”. Con cuanta ternura acogió a quien ponía fin a su punzante soledad y le llenaba la vida de felicidad. Ella era exactamente lo que él necesitaba. Y nada satisfacía más a ella que saber lo mucho que su esposo la necesitaba ¡Qué placer más intenso e indescriptible hallaban en la compañía del cónyuge! ¡Cuánto se amaban!
     Su hogar se hallaba en Edén, el lugar perfecto (Génesis 2:8). La palabra Edén significa “delicia” y lo era en verdad. Bien situado por estar situado en el nacimiento de cuatro ríos, Edén era un paraíso verde de exuberante vegetación y repleto de “todo árbol delicioso a la vista y bueno para comer” (Génesis 2:9-10). Cultivaban la tierra. Pero como que no tenían luchas con cardos ni malas hierbas, su trabajo resultaba leve, totalmente placentero. Juntos vivían y juntos laboraban en perfecta armonía, conscientes de su mutua dependencia. Disfrutaban la libertad de comunión y comunicación, y eran inseparables porque sus espíritus estaban unidos por una profunda corriente de afecto.
     Sin embargo en sus relaciones había un orden de autoridad. “Adán fue formado primero después Eva”; como el apóstol Pablo tuvo buen cuidado de mencionar en 1 Timoteo 2:13. Y Eva fue hecha para Adán, no Adán para Eva; como Pablo lo señaló también en 1 Corintios 11:9. Pero ella sí era su “ayuda” (Génesis 2:18). Y para que le fuera ayuda, ella tenía que compartir con él la vida toda. Ella estuvo con él cuando Dios ordenó que sojuzgaran la tierra y señorearan sobre ella; y, por consiguiente, Eva compartió a la par con su esposo tan imponente responsabilidad (Génesis 1:28). Hizo todo lo que se esperaría de una ayudante, lo asistía, le daba valor, lo aconsejaba y lo inspiraba. Y hacía todo eso con un espíritu de dulce sumisión.  Adán nunca resintió su ayuda, ni siquiera sus consejos, después de todo, para eso se la había dado Dios. Tampoco Eva resentía el liderato de él. La actitud de Adán nunca estuvo impregnada de superioridad o explotación. ¿Cómo podía estarlo? Su amor era perfecto. Eva era una persona especial para él, y la trataba como a tal. La entrega de sí mismo parecía siempre insuficiente al varón para expresar gratitud a ella, y nunca pensaba en lo que estaba recibiendo a cambio. No había posibilidad de que ella pudiera resentir un liderato como ese.
     La Palabra de Dios dice: “Y estaban ambos desnudos, Adán y su mujer, y no se avergonzaban” (Génesis 2:25). Sus relaciones eran de perfecta pureza e inocencia. No había pecado en ellos. No había querellas entre ellos. Estaban en paz con Dios, en paz consigo mismos y en paz el uno con el otro. Era verdaderamente el perfecto matrimonio; el paraíso. Cuánto quisiéramos que eso hubiera durado para que pudiéramos experimentar el mismo grado de bendición matrimonial que ellos disfrutaban en aquellos días de gloria. Pero algo sucedió.
     El relato bíblico nos lleva luego a la entrada del pecado. No hay duda de que el sutil tentador que se acercó a Eva en este episodio era Satanás, que uso el cuerpo de una serpiente como instrumento (compara Apocalipsis 12:9). Su primer paso fue poner en duda la palabra de Dios. “¿Con que Dios os ha dicho: No comáis de todo árbol del huerto? (Génesis 3:1). Luego de poner en duda la Palabra de Dios, él la negó de plano; “Sino que sabe Dios que el día que comáis de él, serán abiertos vuestros ojos, y seréis como Dios, sabiendo el bien y el mal” (Génesis 3:5). Sabrían el mal, en efecto, pero no irían a ser como Dios. En realidad, lo cierto sería todo lo contrario. La semejanza de Dios de que disfrutaban, se desfiguraría y corrompería. Los métodos de Satanás no han cambiado mucho a través de los siglos y los conocemos bien: las dudas, las distorsiones, las negaciones. Con todo, también somos presa de ellos. Podemos identificarnos con Eva cuando estaba en su momento de debilidad, sabemos lo que es rendirnos a la tentación.
     Satanás utilizó el árbol de la ciencia del bien y del mal para realizar su siniestra obra. Dios había colocado ese árbol en el huerto para que fuera el símbolo de la sumisión de Adán y Eva a Él (Génesis 2:17). Pero a veces Satanás usa hasta las cosas buenas para separarnos de la voluntad de Dios. “Y vio la mujer que el árbol era bueno para comer, y que era agradable a los ojos, y árbol codiciable para alcanzar la sabiduría; y tomó de su fruto, y comió; y dio también a su marido, el cual comió así como ella” (Génesis 3:6). ¿Notó usted que Eva fue tentada en los tres grandes puntos enumerados en 1 Juan 2:16?

     1) Los deseos de los carne   /  “Bueno para comer”.
     2) Los deseos de los ojos     /  “Agradable a los ojos”.
     3) La vanagloria de la vida    /  “codiciable para alcanzar la sabiduría.

     Son los mismos grandes puntos que Satanás utiliza para indisponernos contra Dios y a unos contra otros; el deseo de halagar nuestros sentidos corporales, el deseo de tener cosas materiales, y el deseo de impresionar a la gente con nuestra importancia.
     En vez de huir de la tentación –como más adelante las Escrituras nos exhortan a hacer- Eva empezó a flirtear con ella. Tenía todo lo que se puede desear en la vida, pero allí se quedó, concentrada en lo único que no podía tener, hasta que se le volvió obsesión y llevó su feliz luna de miel a un final infeliz. A partir de entonces esa misma clase de codicia viciosa ha puesto fin a muchísimas lunas de miel. Con frecuencia los esposos malgastan el dinero de la comida en equipos de recreo, en aficiones, en autos o en ropa. Y con frecuencia las esposas inducen a sus esposos a ganar más dinero para que ellas puedan tener cosas mayores, mejores y más caras. Así, las posesiones materiales ponen una cuña entre los cónyuges. Dios llama idolatría el permitir que nuestra mente codicie cosas materiales (Colosenses 3:5). Y nos amonesta a que huyamos de ella. “Por tanto amados míos, huid de la idolatría” (1 Corintios 10:14).
     Eva no huyó: “Tomó de su fruto y comió” (Génesis 3:6). El texto no lo expresa claramente, pero las palabras “dio también a su marido, el cual comió así como ella” (v. 6) pueden implicar que Adán estuviese mirándola hacer eso. No tenemos la más remota idea por qué él no trato de detenerla, o por qué no rehusó seguirla en su pecado. Lo que sí sabemos es que él le falló a ella lastimosamente en esta ocasión. Descuidó proveerle la dirección espiritual que Dios quería que él le proveyera. En vez de hacerlo, dejó que ella lo dirigiera al pecado. ¡Qué influencia tan poderosa tiene una mujer sobre su marido! Puede usarla para estimularlo hacia nuevas alturas espirituales, o la puede usar para arrastrarlo hasta abismos de vergüenza. Eva fue dada por Dios a Adán para que fuese “ayuda idónea” para él (Génesis 2:18), pero el corazón codicioso de ella lo arruinó.
     Juntos esperaron las nuevas delicias de la divina sabiduría que Satanás les había prometido. En vez de eso, una horrible sensación de culpa y vergüenza fue invadiendo todo su ser. En ese mismo momento sus espíritus murieron (Génesis 2:17), y en sus cuerpos físicos empezó un proceso degenerativo que echaría a perder la hermosa obra de Dios y finalizaría en la muerte física. El apóstol Pablo estaba hablando de la muerte física cuando dijo: “Por tanto, como el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron” (Romanos 5:12). Eso es lo que pasa con el pecado, promete tanto y da tan poco. Promete libertad, sabiduría y placer. Pero da esclavitud, culpa, vergüenza y muerte.
     De pronto su desnudez llegó a serles símbolo de su pecado (Génesis 3:7) Los exponía abiertamente a los penetrantes ojos del Dios santísimo. Trataron de cubrir sus cuerpos con hojas de higuera pero eso no era aceptable. Más adelante Dios revelaría que la única cobertura adecuada para el pecado implicaría el derramamiento de sangre (Génesis 3:21; Levítico 17:11; Hebreos 9:22). Y eso nos lleva, finalmente, a una dolorosa consecuencia. El pecado va acompañado de desastrosas consecuencias, queramos o no aceptar nuestra culpa en el mismo. Adán culpó a Eva y a Dios de la parte que tuvo él en la tragedia, “La mujer que me diste por compañera me dio del árbol y yo comí” (Génesis 3:12). Eva dijo que fue el diablo el que le hizo cometer eso (Génesis 3:13). Y nosotros de manera muy similar, es posible que tratemos de inculpar a la otra persona por nuestros problemas matrimoniales. “Si tan solo ella dejara de fastidiarme tanto, yo podría…” “Si tan sólo fuera él más considerado, yo podría…” Pero Dios declaró responsables a los dos, tal como Él responsabiliza a cada uno de nosotros por nuestra parte de culpa. Y hay, por lo regular, alguna culpa en ambas partes. Dios quiere que la confrontemos en vez de estarle dando vueltas.
     Las consecuencias fueron casi insoportables para Adán y Eva. A Eva, los dolores de parto le serían un constante recordatorio de su pecado. Además, ella experimentaría un insaciable anhelar por su esposo, un punzante desear por su tiempo, su atención, su afecto, y porque él le brindare seguridad. Su necesidad sería tan grande que su pecador esposo raras veces estaría dispuesto a satisfacerla.
     Finalmente, la autoridad que Adán tenía sobre Eva desde la creación, fue reforzada por las palabras “Y él se enseñoreará de ti” (Génesis 3:16). En manos de un impío ese “enseñoreará de ti” a veces degeneraría en un dominio áspero y cruel sobre ella, indiferente a sus sentimientos y despectivo con sus opiniones. Sin duda alguna, Eva fue amargándose a regañadientes bajo el aguijón de su pecado, a medida que Adán iba alejándose de ella, le prestaba menos atención y comenzaba a preocuparse de otras cosas. La amargura, el resentimiento y la rebelión comenzaron a asentarse en su alma.
     En cuanto a Adán, el cultivo de la tierra se convirtió en tedioso e interminable trabajo. La ansiedad por poder proveer a su familia, aumentó su agitación y su irritabilidad y disminuyó su tendencia a satisfacer las necesidades de su esposa. Y como resultado, el conflicto entró en su hogar. El pecado siempre trae tensión, lucha y conflicto. Nunca fue eso más dolorosamente obvio a Adán y Eva que cuando estuvieron junto a la primera tumba de la historia humana; su segundo hijo había perdido la vida en deplorable reyerta familiar. ¡La luna de miel había acabado!
     Esta sería la historia más triste jamás contada, si no fuera por un glorioso rayo de esperanza con el cual Dios iluminó aquellas tinieblas. Hablándole a Satanás le dijo: “Y pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu simiente y la simiente suya; esta te herirá en la cabeza, y tú le herirás en el calcañar” (Génesis 3:15). Dios prometió que la simiente de la mujer –alguien nacido del género humano- destruiría las obras del diablo, incluso el asolamiento que este había hecho en el hogar. Esta es la primera profecía bíblica acerca del redentor que habría de venir. ¡Pero ahora ya ha venido! El ha muerto por los pecados del mundo. Su sangre perfecta cubre satisfactoriamente los pecados de todo el que en el cree. Ofrece perdonarnos gratis y restaurarnos en su favor. Y pone a nuestra disposición su fortaleza sobrenatural, para ayudarnos a vivir por encima de nuestro pecado.
     El puede ayudarnos a vencer las consecuencias del pecado en nuestras relaciones matrimoniales. Puede reintegrar al esposo el mismo tierno amor y la misma consideración desinteresada de adán para Eva antes de que pecaran. Puede devolver a la esposa la misma alentadora disposición de ayudar y la misma presteza a la dulce sumisión que Eva tenía para con Adán antes de la Caída. Es decir que la luna de miel puede comenzar de nuevo. Pero antes debemos recibir a Jesucristo como Salvador que nos libra del pecado. No hay esperanza de que las relaciones matrimoniales lleguen a su potencial máximo sino hasta que, el esposo y la esposa tengan la certeza de estar perdonados y ser aceptados por Dios. Tal certeza sólo podemos experimentarla cuando hemos reconocido nuestros pecados y puesto nuestra confianza en el perfecto sacrificio de Jesucristo en el Calvario para librarnos de la condenación eterna que nuestros pecados merecen.
     Si usted tiene alguna duda, aclárela ahora. Ore con todo anhelo y sinceridad algo así: “Señor, yo reconozco mis pecados delante de ti. Creo que Jesucristo murió para librarme de la culpa del pecado, del castigo del pecado, y del control del pecado sobre mi vida. Aquí y ahora mismo pongo mi confianza en él como mi Salvador personal del pecado, y lo recibo para que entre en mi vida. Gracias, Señor Jesús, por entrar en mi vida y perdonar mi pecado”. Hecha esta decisión, el camino queda libre para que Dios le llene a usted el corazón de amor y ternura, para que le quite el egoísmo y la terquedad, y para que le dé la disposición de sacrificarse por las necesidades de su cónyuge. Así usted podrá volver a paladear el paraíso.

Ahora, conversemos 

1.- ¿Se halla firmemente asentado en su mente el asunto de la salvación eterna? Si no lo está, ¿habrá alguna buena razón para que usted no lo afirme ahora mismo?

2.- ¿Qué ingredientes que hicieron del matrimonio de Adán y Eva una “luna de miel” podrían mejorar el matrimonio de ustedes?

3.- ¿En que forma podría hoy en día Satanás usar el deseo de satisfacer las necesidades físicas para afectar las relaciones entre marido y mujer?¿Y qué del deseo de cosas materiales? ¿Y del deseo de gozar de buena reputación?

4.- ¿En qué formas puede una esposa inspirar a su esposo a que logre metas más altas? ¿En qué formas es posible que una esposa debilite y destruya a su esposo?

5.- ¿Qué cosa podrá contribuir a que el esposo y la esposa dejen de echarse el uno al otro la culpa de sus problemas?

6.- ¿Qué podrá hacer el esposo para satisfacer más plenamente la tremenda necesidad que tiene su esposa de conservar su atención y su afecto?


Material tomado del libro “Famosas parejas de la Biblia” de RICHARD L. STRAUSS.



¿Dónde comenzó la historia?
    Aunque algunos insisten en desconocer el origen de la vida humana y de la institución familiar, atribuyendo al azar y a causas irrazonables el motivo de nuestra existencia, la vida diaria, no obstante, nos confronta y obliga constantemente a reconocer que "no nos las sabemos todas", especialmente en el ámbito de la vida matrimonial y familiar. La persona sensata no dudará en reconocer que todos los hilos de nuestra historia nos conducen al Creador como causa y razón de ser de todo el orden creado. La institución matrimonial no es la excepción. Fue Dios quien dijo "No es bueno que el hombre esté solo; le haré una ayuda idónea para él" (Génesis 2:18), por lo que la vida matrimonial fue idea de Dios y no el resultado del instinto animal o de la necesidad biológica. Definitivamente, hay mucho más que atracción, sexualidad y placer físico en la dimensión de la vida matrimonial. No intento negar el lugar de la atracción y de eso que algunos llaman "química" en el inicio de una relación afectiva, tampoco pretendo negar el relevante papel de la sexualidad en una relación; lo que afirmo es que una relación no se puede sostener en base a esos elementos, tan cierto es esto que solo basta considerar cuanta "química" y cuanto "buen sexo" experimentan multitudes de personas mientras que, al mismo tiempo, tienen empobrecidas relaciones matrimoniales y familiares. ¿Dónde comienza la historia? En el reconocer que necesitamos de la ayuda de Dios para encontrar el equilibrio y la riqueza de la vida matrimonial tal como fue ideada y diseñada por él, y en el descubrir que la vida matrimonial no tiene que estar "encasillada" o limitada a un molde único, con rígidos e inflexibles parámetros, sino, que al contrario, la vida matrimonial es una experiencia inédita, única, irrepetible y original para cada núcleo familiar.Cierto que habrán ciertos principios comunes que compartir con otros matrimonios, pero no menos cierto que cada matrimonio en lo particular debe encontrar su propia dinámica y ritmo, su propia normativa y reglamentación, su propia forma de vivir y disfrutar de esa experiencia irrepetible que es el vivir en pareja.  

¿Cuánto vale la pena invertir en la relación matrimonial?
    En lo personal he llegado al convencimiento de que muy pocas cosas valen tanto como el matrimonio y la vida familiar. Encuentro que una saludable relación de pareja vale más que un buen trabajo, que un emocionante pasatiempo, que los placeres que brinda el dinero y la capacidad adquisitiva, que la aceptación de otros familiares y amigos, pero, ¿sabe que? en la mayoría de los casos podemos disfrutar de todas esas cosas sin tener que decidir entre "mi matrimonio o ....", pero, si tuviésemos que decidir, yo le aconsejaría decida por su matrimonio, decida por su relación de pareja, decida por su vida familiar. Si hay un proyecto, una aventura, un desafío, un reto que vale la pena asumir es el de nuestro crecimiento personal por medio de la relación matrimonial. La mayor inversión no será de dinero; la mayor inversión será de nosotros mismos, de nuestro mismo ser. Se trata de si estamos dispuestos a deponer nuestro orgullo y arrogancia para tratar con gentileza constante a nuestra pareja; se trata de si daremos lugar al perdón y la reconciliación, o retendremos el resentimiento y la molestia en nuestro corazón como medida de castigo para con el otro; se trata de si aceptaremos de una vez por todas que la mujer perfecta no existe (ni el hombre perfecto), y si daremos lugar a la aceptación total y definitiva de nuestro compañero aún, cuando con el paso del tiempo, más defectos le encontremos; se trata de si nos comprometeremos en vivir para hacerle la vida más agradable a nuestra pareja antes que a otras personas; se trata de si seremos lo suficientemente humildes como para reconocer nuestros fallos y equivocaciones y decidir rectificar en verdad. Alguno dirá que no hago mención de la oración, del ayuno o de muchos versos de la Biblia; es verdad, pero permítame decir en mi defensa que la mayoría de nuestros conflictos en el área matrimonial no son resueltos por falta de voluntad. Muchas veces preferimos orar porque nos resulta más fácil que actuar. Pero la experiencia nos dice que la sola oración no es suficiente. La oración nos puede confrontar en lo personal, nos puede permitir ver nuestros fallos y aún mostrar los pasos que debemos tomar, pero no resuelve nuestros conflictos interpersonales, nos capacita para actuar, pero si no actuamos, nada sucederá, nada cambiará. ¿Cuanto vale la pena invertir en nuestra relación matrimonial? Yo le diría: ¡Invierta todo lo que tiene! todas sus energías, todo su carisma, toda su inteligencia, toda su paciencia, todo su amor, toda su vida.    


¿Vale la pena intentar cambiar la realidad de nuestro matrimonio?
    Próximamente continuaremos compartiendo, mientras, le pido que piense sobre esta pregunta en relación a su matrimonio. ¿Cree que es necesario que algunos aspectos cambien en su vida de pareja? ¿Cuáles y por qué? ¿Qué pasos puede comenzar a dar? ¿Qué diferencia haría eso en su relación matrimonial?

   Quiero que note el detalle de que la pregunta de este apartado dice "cambiar la realidad de mi matrimonio" y no "cambiar a la persona con quien comparto el matrimonio". Quizá lo primero que viene a nuestro pensamiento es que para que la realidad de nuestro matrimonio sea diferente, es necesario que "la otra  persona" cambie. Quizá esto sea cierto, pero, lo más seguro, es que sea necesario que ambos cambien. De hecho así comienza todo, la vida matrimonial produce algunos de los cambios más notables en nuestra dinámica existencial. Cuando dejamos la vida solitaria o de soltería para entrar a la vida matrimonial y familiar, lo que hicimos, en cierto sentido, fue adentrarnos en un camino de cambios constantes. Eso está bien, es lo normal, de eso se trata la vida familiar: cambios y adaptación. Al principio nos sentimos desafiados y retados a asumir de la mejor forma posible los cambios que conlleva nuestra nueva condición de personas casadas; no queremos decepcionar a nuestro cónyuge y tampoco queremos defraudarnos a nosotros mismos. Son tiempos, en la experiencia de muchas parejas, hermosos, donde se comienza a "aprender" a vivir en familia, pero lamentablemente, sucede que en el transcurso del tiempo terminamos viviendo como no deseábamos, y en muchos casos, ni siquiera sabemos qué cosas fueron las que nos llevaron al presente estado de nuestra relación.
     Pienso que una de las claves del bienestar matrimonial y familiar está relacionada con la "confianza" y el manejo que hacemos por lo que hemos ganado en ella, me explico: por confianza me refiero a esa sensación de libertad que experimentamos para con nuestra pareja a medida que el tiempo pasa. Libertad que al principio no disfrutábamos (al menos no en el mismo grado) pero que ahora ya no nos sorprende puesto que es algo común de nuestro vivir. Esa "confianza" que nos hace libres para no tener que "modelar" o "simular" ante nuestra pareja, y que nos permite mostrarnos tal cual somos y sentimos y pensamos, es una de las más grandes maravillas de la vida matrimonial, pero, si usamos de esa confianza y libertad para expresar y hacer cosas que van en contra de la vida matrimonial estaremos violando un principio fundamental de la vida matrimonial. La confianza no nos da la libertad de agredir, insultar, ofender, o incluso negarnos a ser consecuentes con nuestras obligaciones matrimoniales, sean estas las que fueren. El hacer un buen uso de la confianza y libertad que nos brinda el vinculo matrimonial sostenido en el tiempo es una de las claves para una vida matrimonial saludable. En el párrafo anterior hablábamos de cambios, si usted se pregunta ¿qué relación tiene la confianza con los cambios en la vida matrimonial? le diré que en muchos casos la confianza se convierte en un obstáculo para los cambios. Llega un punto en nuestra relación en que nos sentimos tan "cómodos" con el otro (nuestra pareja) que es entonces cuando "decidimos no seguir cambiando", lo cual es igual a  no seguir creciendo. Es como si dijésemos "yo soy así; si quiere que se lo aguante, sino, que vea lo que hará....yo soy así". Es en ese punto donde esa libertad que hemos ganado por tanto tiempo y experiencias compartidas con nuestra pareja a veces se vuelve un elemento perjudicial por no usar nosotros de ella a favor de la relación. Confianza y libertad, sí, pero siempre a favor de la relación. ¿Es posible? por supuesto que es posible, solo tiene que recordar aquellos tiempos en que estaba dispuesto a cambiar y aprender. Hoy necesitamos seguir cambiando y aprendiendo, es verdad que con mayor libertad y confianza, pero debemos continuar creciendo en el camino de la vida matrimonial y familiar. (19/11/2010).

El matrimonio y la voluntad de Dios
    Hemos dicho que la Biblia enseña que Dios es el autor del matrimonio; ahora debo añadir que Dios  ha expresado con claridad su posición en relación a la institución matrimonial. Si usted toma en serio el papel relevante de la palabra de Dios (la Biblia) para con la vida de las personas, de seguro estará de acuerdo en que los siguientes aspectos, relacionados con el matrimonio, están claramente establecidos en las páginas de la Escritura:
  • Dios aprueba el matrimonio, mas no así el concubinato u otras propuestas alternativas de vida en pareja.
  • El matrimonio que Dios avala es el que se produce entre un hombre y una mujer.
  • Quien es cristiano debe casarse con otro cristiano.
  • Una vez casados, es voluntad declarada de Dios que no tenga lugar el divorcio, salvo muy específicas y definidas excepciones.
    He mencionado los anteriores aspectos como el marco general o punto de partida para considerar la relación entre la voluntad de Dios y nuestra realidad matrimonial. 

    Quizá ninguno de nosotros nos atreveríamos a comparar el trato de Dios para con las personas con la figura matrimonial si no fuera porque la Biblia así lo presenta. Es llamativo que en repetidas oportunidades  los profetas del Antiguo Testamento hayan usado la imagen del pacto matrimonial para describir determinados aspectos de la relación que Dios sostiene con los suyos (Is.54:5; Jer.31:32; Os.2:2,7). Por su parte el Nuevo Testamento, de manera similar, presenta bajo la imagen de la institución matrimonial la relación entre Jesucristo y su Iglesia  (2Cor.11:2; Ef.5:23-32; Ap.19:7-9; 21:2, 9-10, 17). Ante este significativo énfasis bíblico no pocos teólogos han afirmado que la unión matrimonial es un reflejo de la unión de las personas que integran la Trinidad. Sea que compartamos o no dicho postulado, lo que no podemos negar es que el matrimonio, sin lugar a dudas, es una de las instituciones más importantes y relevantes de la vida humana en las páginas de la Biblia, es, en conocidas palabras, una institución sagrada. Sin embargo, en nuestro pensamiento y concepción actual, esa imagen "sagrada" del matrimonio luce como irreal, exagerada, y, para algunos, incluso hasta opresiva. Aquella solemne frase "hasta que la muerte los separe", está siendo reescrita y sustituida en la realidad de muchas parejas por: "hasta que las diferencias nos separen...o hasta que el dinero...o hasta que otra persona...o hasta que el trabajo...o hasta que el aburrimiento....etc.".
  
    Es algo muy triste el ver cómo cada día multitud de parejas que iniciaron el viaje de la vida matrimonial llenos de expectativas y anhelos de realización, terminan tirando la toalla totalmente convencidos de que no existe otra alternativa a su situación matrimonial.  Es comprensible que para muchos resulte más fácil poner fin a una relación conflictiva y exigente emocionalmente, antes que intentar trabajar hasta superar las diferencias y conflictos que destruyen su vida matrimonial. Es comprensible porque en el camino se han perdido muchas cosas valiosas: se ha perdido la confianza, el respeto, la esperanza, el cariño, el trato afectuoso, y es probable que no se perciba ninguna garantía de que esas cosas puedan ser recuperadas. Entre aquellos que son cristianos lamentablemente no hay mucha diferencia: para un grupo cada vez mayor de  creyentes, resulta más cómodo decir que su matrimonio "no era la voluntad de Dios", y justificar así su intención de divorcio.
  
    Creo  sinceramente que la actitud correcta, y punto de partida para afrontar todo conflicto matrimonial, consiste en  aceptar que la voluntad de Dios es que no se dé lugar al divorcio, antes bien, se debe asumir la necesidad de experimentar una renovación espiritual que nos permita reencontrarnos con el Señor en lo personal, y así decidir rehacer todos los puentes rotos en nuestra vida de pareja. Ciertamente se requiere de mucha valentía, humildad y disposición para deponer los acariciados y tentadores planes del divorcio cuando ya se han traspasado los límites, cuando aquellos hechos que consideramos como "la gota que derramó el vaso" ya han acontecido repetidas veces, pero, aún en ese punto que parece sin retorno es posible restaurar la relación. Por supuesto, esto depende en mucho de que ambos decidan darse una oportunidad e intentarlo en verdad. La voluntad de Dios es dar lugar al perdón y la reconciliación; la voluntad de Dios es la restauración de lo que el pecado ha arruinado; la voluntad de Dios es la sanidad emocional y la renovación total de la vida.

    ¿Cuál es la voluntad de Dios para nuestra vida matrimonial? Aquella que se nos muestra en las páginas de la revelación bíblica y que nos desafía a llevar una vida en constante crecimiento y fructificar para Dios; aquella que nos centra primero en Cristo, luego en nuestro cónyuge y finalmente en un "nosotros" formado por dos que deben actuar y vivir como si fuesen solo uno; aquella que confirmando la palabra escrita de Dios otorga dirección, valor y significado pleno a nuestra realidad existencial. ¿Cuál es la voluntad de Dios para nuestra vida matrimonial? Que lo que Dios unió no lo separe el hombre; que cada uno sepa tener su esposa en santidad y honor; que la mujer respete y se sujete a su marido; que el marido ame y sea gentil para con su esposa; que ambos eduquen a sus hijos en el temor del Señor; que juntos den lugar al perdón y la reconciliación; que se amen y recreen mutuamente; en fin, que experimenten juntos la plenitud de vida que Jesucristo vino a hacer posible para cada uno de los que en él creen.

    Apreciado lector, dime con total sinceridad, ¿Cuál crees que es la voluntad de Dios para con tu particular realidad matrimonial? (31/01/2011)


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4 comentarios:

  1. que maravilla haber encontrado estos documentos
    dios le bendiga y le dé más sabiduría.

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  2. Amén,que así sea. Me alegra saber que es de ayuda el material compartido. Un abrazo!!

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  3. Dios le bendiga hermano y bendiga su familia, Dios le siga usando en gran manera para edificación de su iglesia y le siga ministrando sabiduría de lo alto.. se le quiere, un abrazo

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  4. buenos dias, me encanto leer todas esa historia me reconforta mucho ... solo tengouna duda yo llevo muy poco tiempo buscando de DIOS, de conocer su buena volutad para el matrimonio y maravilloso de sus obras para con nosotros, yo vivo una union estable de hecho por 12 años tenemos hijas en comun, y aunque yo quiera obedecer a DIOS mi esposo no queire casarse conmigo que deberia hacer yo he pasado por tanto y he perdonado tanta cosas a el pero DIOS ha puesto esa inquietud en mi que debo aguantar y soporta por manterne a nuestra familia y no quiero decir que no amo a mi pareja porque a pesar de todo los años y las cosas que hemos vivir lo amo y quiero lo mejor para el. y el nunca me ha dicho para separarnos y hasta me dio una anillo de compromiso pero no toma enserio el matrimonio, porque se lo he pedido y el no quiere que hago en ese aspecto.

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