Es una
cosa maravillosa que Dios el Señor siempre nos hable con la verdad, que él,
absolutamente siempre, se dirija a sus hijos con la verdad. Es algo maravilloso porque eso nos brinda una
muy grande seguridad y confianza ante todo tipo de circunstancias sobre lo
valiosa y sin igual que es la palabra del evangelio en la que hemos creído.
Palabra que no es otra que la que el mismo Señor nos dejó en nuestras Biblias.
Cuando el Señor
estuvo con sus discípulos no les ocultó los problemas que tendrían que
enfrentar en este mundo. Y aunque les aseguró que todo lo que pidieren al Padre
en su nombre les sería concedido (Juan 15:16), también les aseguró que
enfrentarían muchas dificultades, pero que debían recordar y confiar que él
estaría siempre a su lado (Juan 16:1-4).
La verdadera vida
cristiana, como lo enseña la palabra de Dios, se vive en un mundo que aunque es
sustentado por el Señor y renovado en gracias y misericordias cada día, es al
mismo tiempo un mundo en crisis, trastornado por el pecado y la rebelión de quienes
lo habitan. Un mundo que está en oscuridad y por entero bajo el maligno (1Juan
5:19), y en el cual nosotros como hijos de Dios estamos llamados a resplandecer
por nuestra manera diferente de vivir para Dios (Mateo 5:14-16).
La palabra de Dios
nos llama a vivir en este mundo como si no fuésemos parte del mismo. Nos desafía
a pensar de una forma diferente a como piensa la mayoría de las personas que
nos rodean. Nos enseña que los valores de este mundo no son compatibles con los
valores del reino de Dios. Nos advierte que si decidimos vivir para Dios y su
reino debemos estar dispuestos a afrontar consecuencias. Pero nos asegura que
la recompensa por decidir vivir esa clase de vida de la mano de la palabra de
Dios será tan pero tan grande y extraordinaria, que la recibiremos de Dios
mismo en persona, en su misma presencia, delante de todos los creyentes y seres
angelicales, y será una recompensa que nos acompañará por toda la eternidad.
Las palabras ciertamente no pueden expresar la grandeza de lo que Dios ha
prometido a los que le aman, cosas que como dice la Escritura, ningún ojo ha
visto ni nadie jamás ha imaginado (1Corintios 2:9). Quisiera extenderme más en
este punto hablando sobre estas cosas maravillosas que nos deja entre ver la
palabra de Dios con relación a nuestro futuro en él, pero debo obligarme a
poner junto con ustedes la mirada en algunas cosas que estamos enfrentando y
vamos a enfrentar en esta tierra.
El Señor Jesucristo
dijo a sus discípulos:
“La mujer cuando da a luz; tiene dolor, porque ha llegado su hora; pero
después que ha dado a luz un niño, ya no se acuerda de la angustia…”
(Juan 16:21)
Y les dijo eso para
hacer referencia al hecho de que todos los sufrimientos y dificultades que
ellos pudiesen pasar en su vivir serían, por una parte necesarios; pero además
temporales, y, finalmente, serían olvidados para siempre, cuando se cumpliese
el tiempo de la llegada de lo prometido por Dios. Esto pienso es de gran
utilidad para nuestro vivir actual. En todo sentido. Permítame que lo exprese
así…
El cristiano está
embarazado de las promesas de Dios. Las lleva en su interior. Madurando y
creciendo en su espíritu y corazón. A medida que el tiempo pasa y más se llena
de esas certidumbres, más le pesan, más difícil se le hace su caminar en este
mundo y más difícil encontrar su acomodo en las sillas del mismo. Entrará en crisis que no podrá evitar y luego de la crisis, finalmente llevará su fruto en brazos:
el cumplimiento de lo prometido por Dios. Un grado mayor de madurez y comunión
con Dios. Un ministerio que desarrollar con fidelidad y fruto para Dios. Una
cosecha de testimonios con los cuales edificar a otros embarazados por el
camino de la vida. Pero es importante que no se nos olvide que todo progreso
verdadero en el caminar con Dios nace después de temporadas de crisis, de
angustia, de sufrimientos que son llevados a Dios, a veces con desesperación, y
donde sólo recibimos alguna promesa para que la llevemos por algunos días
(semanas, meses, o años) hasta que llegue el tiempo de su cumplimiento.
Por lo tanto que
ninguno desespere por ver el cumplimiento inmediato de algunas promesas de
Dios. Recordemos que hay promesas para esta vida y para la venidera. Promesas
que son instantáneas como cuando confesamos algún pecado al Señor y sabemos que
somos inmediatamente perdonados al hacerlo. Pero también hay promesas que
tendrán que esperar el paso de los años antes de ser contempladas hechas
realidad. Al decir verdad, el tiempo no debería importarnos con tal que tengamos firmemente agarradas esas
promesas con toda la fe que nos sea posible encontrar en nuestro corazón.
Abraham tuvo que esperar casi 25 años antes de ver cumplida aquella promesa
específica de Dios. De otras promesas tuvo que morir creyendo que se cumplirían
aunque él no las viese. Igual pasa con nosotros: tenemos promesas para el día a
día, pero también para las épocas y distintas estaciones de nuestra vida
(juventud, madurez, ancianidad), pero incluso tenemos promesas para nuestra
posteridad y para cuando ya nuestros días en esta tierra hayan terminado. Todas
valiosas. Todas necesarias. Todas dignas de Dios y dignas de ser buscadas,
deseadas, y obtenidas. ¿Tienes un diario de promesas, un cuaderno de promesas? ¿Te
has detenido para agradecer y adorar a Dios por las promesas que ha cumplido en
tu caminar de fe?
“No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo”
(Juan 14:17)
Si miramos todo lo
que se mueve afuera en el mundo (y es necesario hacerlo de cuando en cuando por
muchas razones) lo más seguro es que terminemos con el corazón turbado e
inquieto. Hay tantos males, sufrimientos, injusticias, violencia, dolor,
necesidad. Pero esas cosas no solo están afuera en el mundo. Llegan a nuestros conocidos,
amados, y aún a nuestras propias vidas y familias.
Muchas veces hay
verdaderas razones para inquietarse y temer. Si esto no fuese cierto el Señor
no hubiese dicho lo que dijo. Pero el quiso que tuviésemos presentes esas
palabras suyas: “No se turbe vuestro
corazón, ni tenga miedo”. Hermanos amados, hoy quiero que recordemos, como de
parte de nuestro Señor, esas benditas palabras. No sé qué vamos a tener que
enfrentar en los días por venir. No sé si se estrechará más aún el nudo de
nuestras dificultades. No sé con qué cosas nos vamos a ver en necesidad de
lidiar. Pero lo que sí sé es que el Señor nos dice hoy “No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo”; pase lo que pase,
suceda lo que suceda; aunque arrecien los dolores, aunque escuchemos rumores de
guerra, aunque el hambre comience a azotar la tierra, aunque como dice el salmo
la tierra tiemble y se trasladen los montes al corazón del mar, el Señor nos lo
ha dicho ya: “No se turbe vuestro
corazón, ni tenga miedo”.
Antonio Vicuña.
“Estas cosas os he hablado
para que en mí tengáis paz. En el mundo tendréis aflicción; pero confiad, yo he
vencido al mundo”
(Juan 16:33)
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