Tarde o temprano la vida nos pone a prueba en cada uno
de los asuntos realmente importantes que la conforman y definen. Tan pronto
comenzamos a tomar conciencia de nuestro papel y de la naturaleza de las
relaciones que definen nuestra participación en la dinámica de la vida
comenzamos a notar que la existencia humana transcurre en un continuo forcejeo
entre la justicia y la injusticia. No podemos escapar de nuestra realidad esencial como especie: somos seres
morales; no es algo que decidimos o escogemos; la moralidad y nuestra necesidad
de discriminar entre justicia e injusticia es un factor inherente a nuestra
condición humana. Los que somos creyentes atribuimos esa condición al hecho de
que el ser humano ha sido creado con un propósito en miras y en razón de ello
lleva en sí mismo la imagen y semejanza de su Creador, quien es la fuente
excelsa de quien proceden todas las virtudes que ennoblecen y dan sentido a la
existencia; existencia que, de no ser por la presencia del mal y la opresión de
la injusticia, sería un deleite permanente de insospechados horizontes y
estimulantes logros y desafíos que
justificarían a cabalidad la abundante riqueza y variedad de los dones y
recursos que nos han sido dados.
Ahora bien, el problema del mal y la presencia de la
injusticia en el tejido social en el que se desenvuelve nuestra vida nos
presenta un desafío a nivel personal y también como comunidad y sociedad que no
es posible ignorar: ¿aceptaremos o rechazaremos, denunciaremos o guardaremos
silencio, nos comprometeremos a luchar por lo que es justo o decidiremos
ignorar, seremos instrumentos de la justicia o seremos cómplices de la
injusticia? El hombre justo no puede callar ante la injusticia, de otra manera
estaría condonando la injusticia. El silencio ante lo que resulta ser evidente
ultraje de la justicia, en la mayoría de los casos es censurable sino
condenable. Pasivamente esperamos que otros protesten, que otros se comprometan
en nuestra causa, que otros paguen el precio de nuestros beneficios, que otros
luchen y peleen nuestras batallas, pero eso no está bien en ningún campo, ni
siquiera en el de fe y la vida cristiana que es encarnación del mensaje y
predica de la paz. Basta ver la vida de los profetas bíblicos y sus denuncias
ante sus contemporáneos para dar con el hecho de que guardar silencio ante el
mal no es algo virtuoso.
Denunciar el mal siempre contempla un precio que pagar. Podemos ser mal
comprendidos por la gente a quien pretendemos ayudar, aún por nuestros cercanos,
lo cual sería un precio relativamente bajo que pagar. Pero se puede llegar a
ser objeto de represalias y ataque de todo tipo hasta el punto de que la propia
vida esté en riesgo, lo cual es un precio considerablemente alto, y si entra en
consideración la vida de familiares y
allegados entonces no queda más por considerar…Pero ¿cuál es la alternativa? El
precio de callar es también muy alto, pienso que considerablemente más alto
aún: es perder la facultad de ejercer nuestro derecho y prerrogativa de
combatir el mal y la injusticia en todos sus niveles. Es renunciar al deber y
responsabilidad que nos ha sido asignado por la vida para el bien nuestro y de
las generaciones por venir. Es ser negligente ante las demandas de la vida que
el Soberano Dios nos ha concedido. Conlleva el permitir que nos esclavicen y
opriman el alma cercenando nuestra vocación por la justicia y la libertad y
ello tristemente por nuestro consentimiento. Lo que hoy callamos por la razón
que sea que nos demos, mañana lo pagarán nuestros hijos y nuestros sucesores,
aunque quizá ellos sean más valientes y cónsonos con su vocación de justicia y
libertad en la vida…
“Abre tu boca, juzga con justicia, y defiende la
causa del pobre y del menesteroso”
(Proverbios
31:9)
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