martes, 11 de octubre de 2016

COMPROMETIDOS CON LA JUSTICIA


   Tarde o temprano la vida nos pone a prueba en cada uno de los asuntos realmente importantes que la conforman y definen. Tan pronto comenzamos a tomar conciencia de nuestro papel y de la naturaleza de las relaciones que definen nuestra participación en la dinámica de la vida comenzamos a notar que la existencia humana transcurre en un continuo forcejeo entre la justicia y la injusticia. No podemos escapar de nuestra  realidad esencial como especie: somos seres morales; no es algo que decidimos o escogemos; la moralidad y nuestra necesidad de discriminar entre justicia e injusticia es un factor inherente a nuestra condición humana. Los que somos creyentes atribuimos esa condición al hecho de que el ser humano ha sido creado con un propósito en miras y en razón de ello lleva en sí mismo la imagen y semejanza de su Creador, quien es la fuente excelsa de quien proceden todas las virtudes que ennoblecen y dan sentido a la existencia; existencia que, de no ser por la presencia del mal y la opresión de la injusticia, sería un deleite permanente de insospechados horizontes y estimulantes logros  y desafíos que justificarían a cabalidad la abundante riqueza y variedad de los dones y recursos que nos han sido dados.

   Ahora bien, el problema del mal y la presencia de la injusticia en el tejido social en el que se desenvuelve nuestra vida nos presenta un desafío a nivel personal y también como comunidad y sociedad que no es posible ignorar: ¿aceptaremos o rechazaremos, denunciaremos o guardaremos silencio, nos comprometeremos a luchar por lo que es justo o decidiremos ignorar, seremos instrumentos de la justicia o seremos cómplices de la injusticia? El hombre justo no puede callar ante la injusticia, de otra manera estaría condonando la injusticia. El silencio ante lo que resulta ser evidente ultraje de la justicia, en la mayoría de los casos es censurable sino condenable. Pasivamente esperamos que otros protesten, que otros se comprometan en nuestra causa, que otros paguen el precio de nuestros beneficios, que otros luchen y peleen nuestras batallas, pero eso no está bien en ningún campo, ni siquiera en el de fe y la vida cristiana que es encarnación del mensaje y predica de la paz. Basta ver la vida de los profetas bíblicos y sus denuncias ante sus contemporáneos para dar con el hecho de que guardar silencio ante el mal no es algo virtuoso.

   Denunciar el mal siempre contempla  un precio que pagar. Podemos ser mal comprendidos por la gente a quien pretendemos ayudar, aún por nuestros cercanos, lo cual sería un precio relativamente bajo que pagar. Pero se puede llegar a ser objeto de represalias y ataque de todo tipo hasta el punto de que la propia vida esté en riesgo, lo cual es un precio considerablemente alto, y si entra en consideración la vida de  familiares y allegados entonces no queda más por considerar…Pero ¿cuál es la alternativa? El precio de callar es también muy alto, pienso que considerablemente más alto aún: es perder la facultad de ejercer nuestro derecho y prerrogativa de combatir el mal y la injusticia en todos sus niveles. Es renunciar al deber y responsabilidad que nos ha sido asignado por la vida para el bien nuestro y de las generaciones por venir. Es ser negligente ante las demandas de la vida que el Soberano Dios nos ha concedido. Conlleva el permitir que nos esclavicen y opriman el alma cercenando nuestra vocación por la justicia y la libertad y ello tristemente por nuestro consentimiento. Lo que hoy callamos por la razón que sea que nos demos, mañana lo pagarán nuestros hijos y nuestros sucesores, aunque quizá ellos sean más valientes y cónsonos con su vocación de justicia y libertad en la vida…

   Hoy es nuestro tiempo, y como tal la responsabilidad es nuestra y no de otro. Rompamos con la inercia, comprometámonos, arriesguémonos, y prestemos nuestra voz a la causa eterna de la justicia, descubramos que nuestra voz también cuenta y puede hacer una diferencia.

Abre tu boca, juzga con justicia, y defiende la causa del pobre y del menesteroso
(Proverbios 31:9)

Antonio Vicuña.
    
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