Creo que casi siempre nos mostramos cautelosos ante la posibilidad de entregar absoluto poder y libertad de decisión y ejecución a otras personas, especialmente si las personas dotadas de tal autoridad no tienen obligación de rendir cuentas a otros; esto mayormente pienso que se debe al hecho de que nos reconocemos como criaturas capaces de sucumbir para mal ante lo que significaría el poseer absoluto poder y absoluta soberanía de acción. El solo hecho de imaginar que alguien pudiese obrar de acuerdo al antojo de su voluntad y que además de ello tuviese el poder de hacer todo lo quisiera y cuándo quisiera, resulta aterrador a las mentes que aman la justicia, puesto que con tal poder inimaginables injusticias y atroces desatinos se podrían cometer. Pero cuán consolador y maravilloso resulta saber que es en el único Dios verdadero en quien descansa la magna grandeza de la soberanía, y que él es a toda prueba alguien sabio, amoroso, misericordioso, compasivo y justo. Que Dios es soberano es algo que todos los creyentes podemos, debemos y tenemos que reconocer y proclamar con alegría y admiración permanentes, puesto que si alguien tiene el derecho, capacidad, y las prerrogativas y dignidad necesarias para detentar y actuar con absoluta soberanía, es Dios.
Ahora bien, cuando decimos que "Dios es soberano" queremos expresar con esa frase que él tiene el derecho de disponer y hacer con todas las cosas (animadas e inanimadas) como él considere de acuerdo con sus intereses y propósitos, sin tener para ello que necesitar en lo absoluto permiso alguno de nadie; Él es soberano, y como soberano dispone, ordena, y gobierna sobre todo lo creado de acuerdo con sus santos, justos y sabios propósitos. ¿Con qué derecho lo hace? Con el derecho que le corresponde por ser el Creador y dueño de todo:
“Porque todas las cosas proceden de él, y existen por él y para él”
(Romanos 11:36)
El tema de la soberanía de Dios está presente en toda la Escritura. En el Salmo 135:6 leemos: “El Señor hace todo lo que quiere en los cielos y en la tierra, en los mares y en todos los abismos”. Y el testimonio en Daniel 4:35 no es diferente: “Todos los habitantes de la tierra son considerados como nada; y él hace según su voluntad en el ejército del cielo, y en los habitantes de la tierra, y no hay quien detenga su mano…”. Y aunque estas citas bíblicas nos muestran al Señor obrando poderosa y libremente sobre la creación, sin embargo es necesario comprender que el ejercicio de la soberanía divina no siempre es ajeno a nuestra responsabilidad y a nuestro actuar individual. ¿Qué quiero decir con esto? Que el campo de la soberanía divina es muy pero muy grande, tanto que nos incluye a nosotros mismos y nuestras acciones. Dios en su soberanía “dispone y establece las reglas” (las normas, los mandamientos, las prohibiciones, los desafíos, etc), y a nosotros, en nuestro definido y soberanamente establecido margen de acción, nos toca vivir conforme a ello. Dios en su soberanía ha expresado su voluntad y nos la ha dado a conocer por su palabra, pero nos corresponde a nosotros conocer esa palabra de origen divino, inclinar nuestro corazón a ella, y obedecerla. Igualmente, Dios en su soberanía nos ha colocado en este mundo en un entorno determinado de limitaciones y oportunidades, pero a nosotros nos corresponde decidir si vamos a vivir en el constante intento de llevar fruto para Dios durante el tiempo que nos es concedido o, si vamos a invertir la vida en causas menos dignas.
La soberanía divina no implica esclavitud ni coerción, ni falta de libertad en la criatura, pero sí implica que Dios preestableció las condiciones, capacidades, posibilidades, límites y potenciales ventajas y alcances, de acuerdo con su soberana y libre voluntad:
“En Cristo también fuimos hechos herederos, pues fuimos predestinados según el plan de aquel que hace todas las cosas conforme al designio de su voluntad”
(Efesios 1:11b)
Finalmente, se debe mencionar además que la soberanía divina abarca incluso el sensible tema de los salvados y los perdidos, pues, aún en este delicado y solemne campo, la soberanía es lo que determina lo que más tarde ha de suceder en la vida de los hombres:
“…Dios tiene misericordia de quien él quiere tenerla, y endurece a quien él quiere endurecer”
(Romanos 9:18)
Dios es soberano y los que le hemos conocido debemos adorarle y alabarle en virtud de su soberanía, ¡¡gloría sea por siempre a Dios!!
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