Todo lo que
podamos afirmar sobre la persona y obrar de Dios ha de surgir de lo que él ha
dicho de sí mismo y fue registrado en la Biblia. Cualquier afirmación que se haga sobre la
persona de Dios sin que esté fundamentada y sostenida por las Escrituras es
simple presunción y especulación.
En
la Biblia
encontramos muchísimas afirmaciones sobre la naturaleza y carácter de nuestro
Dios y Salvador; algunas son directas y concisas, otras nos son presentadas en
medio de los acontecimientos que narra la Escritura ; unas proceden de afirmaciones
realizadas por Dios mismo en primera persona, mientras que otras son
afirmaciones de Dios hechas por hombres santos quienes tuvieron un trato
particularmente cercano y especial con él.
Sea
porque Dios mismo nos hizo con la necesidad de ordenar y edificar el
conocimiento sobre todas las cosas, incluyendo su propia persona, o sea por
otras razones que de momento escapan de nuestra consideración, en el transcurso
del tiempo los creyentes al reflexionar sobre la persona de Dios optaron por
llamar “atributos” a esas características que las Escrituras muestran de Él y
que definen su personalidad y obrar. Algunos atributos se les ha llamado
“comunicables” (por ser compartidos en cierta medida con el ser humano, por
ejemplo, el amor) y otros se les ha llamado “incomunicables” (por ser única y
exclusivamente posesión de Dios, por ejemplo, eternidad).
No
se puede dejar de insistir en el hecho de que es de suprema importancia que la
“idea” que los creyentes tengamos sobre la persona y obrar de Dios sea
verdaderamente la que la Escritura presenta y enseña. De allí, de la “idea genuinamente
bíblica de Dios”, surge la verdadera fe, la correcta oración, la adecuada
comprensión de la vida y lo que sucede en el mundo, y, aún el poder para vivir
como Dios desea que vivamos.
INMUTABILIDAD
El
punto de partida para la consideración de los atributos de Dios lo tomaremos de
las afirmaciones de Hebreos 13:8 y Santiago 1:17, donde se dice que: “Jesucristo es el mismo ayer, y hoy, y por
los siglos”, y, además, hablando del Padre se declara “…en el cual no hay mudanza, ni sombra de
variación”. Esa cualidad o característica de Dios que se expresa allí se
conoce como INMUTABILIDAD, palabra
que simple y llanamente expresa el hecho de que Dios no cambia, permanece
siempre igual. En Él y solo en Él se encuentra la más absoluta permanencia del
ser, independientemente del paso del tiempo y cualquier otra circunstancia.
Solo Dios es inmutable; todos los demás seres y cosas están sujetos a
experimentar y sufrir cambios.
La
inmutabilidad de Dios nos invita a descansar en las múltiples implicaciones que contempla el hecho maravilloso que
significa que el Señor no esté sujeto a cambios de ningún tipo, y de que Él
siempre sea el mismo, ayer, hoy y por los siglos, en sus divinas, eternas e
inmutables cualidades; y hay mucho en que descansar en tan elevado campo, sin
embargo, debemos notar que la inmutabilidad de Dios está referida a su carácter
y persona, y no necesariamente a sus obras o a su trato para con los hombres y
el orden creado. Así pues podemos entender que el Dios del Antiguo Testamento
es el mismo del Nuevo Testamento, pero no así su trato, oferta y demandas para
con los hombres. Que Dios sea eternamente el mismo no significa que haga
siempre las mismas obras ni que sus propósitos sean idénticos para los hombres
de todas las edades. Tales diferencias deben ser tomadas en cuenta si hemos de
orar y adorar con el espíritu y con el entendimiento y si hemos de comprender
con un poco más de luz, equilibrio y razón el confuso mundo en que vivimos y
cuál sea nuestro papel como iglesia en la sociedad actual.
Un texto final para este atributo de Dios que llamamos inmutabilidad: “Yo Jehová no cambio” (Malaquías 3:6).
Esperando poder desarrollar y compartir en las próximas semanas esta serie sobre los atributos de Dios en la expectativa de que sea edificante para todos aquellos que entren en contacto con esta pequeña ventana, les saluda, Antonio Vicuña.
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