La Biblia abunda en historias de diversa naturaleza y carácter; hay en ella relatos capaces de despertar las más variadas empatías en los corazones de aquellos que viajan por la vida; esta, en algunas de sus múltiples estaciones puede presentarse a veces dura, o difícil de entender; y es particularmente alentador encontrar que experiencias y situaciones similares no son exclusivamente nuestras, sino que han sido también la experiencia de muchos otros en su caminar por esta tierra. Algunos nombres destacan más que otros en las páginas sagradas; ya sea por sus virtudes o por sus maldades, por su firmeza en la fe o por su constante rebeldía, por sus notables hechos o por sus notables omisiones; lo cierto es que todos ellos constituyen un maravilloso y fiel retrato de la amplísima y heterogénea condición existencial humana. En lo personal uno de los hombres de la Biblia con quien más identificado y cómodo me he sentido es Abraham; desde mis años de juventud hasta hoy sigue siendo uno de los hombres más influyentes en mis reflexiones devocionales. En el Nuevo Testamento se nos dice de Abraham que el “creyó en esperanza contra esperanza” (Romanos 4:18) y se describe su confiar en Dios de manera sumamente elevada e inspiradora, lo cual ha sido una fuente permanente de estímulo y aliento para los creyentes en todas las generaciones, pero yo encuentro también en la vida de este extraordinario hombre de fe no pocos momentos en que se asemeja mucho a nosotros, que no somos por lo general tan extraordinarios en nuestra fe. Me resulta particularmente emotivo el capítulo 17 de Génesis porque allí se muestra a este gigante de fe como un hombre que aún sabiendo con total certeza en su interior que Dios le ha estado hablando a lo largo de su vida, sin embargo las esperanzas que le habían alentado y sostenido en su peregrinar, y que habían nacido de la misma promesa realizada por Dios, se habían marchitado con el paso del tiempo y a menos de que Dios hiciese algo extraordinario (como una especie de confirmación o reafirmación de lo prometido), tales esperanzas, al igual que la vida de Abraham, que estaba en su ocaso, terminarían por ahogarse en la penumbra de un futuro incierto.
El corazón puede sentirse con fuerza al mirar hacia el mañana solo si guarda en su interior esperanzas. La esperanza es la llave que nos permite anticipar el mañana y nos capacita para ver en el presente razones suficientes para continuar nuestra marcha por la vida.
No podremos experimentar plenitud en nuestro vivir si no tenemos muchas esperanzas (Si, plural, muchas esperanzas) en nuestro corazón; Dios nos hizo así, de hecho Él es “el Dios de esperanza” (Romanos 15:13), de manera que podemos estar seguros de que Él desea que al igual que Abraham transitemos por la vida con el corazón henchido de esperanzas.
Las esperanzas que nacen en Dios, en sus verdaderas promesas y en su inquebrantable fidelidad, jamás defraudan, siempre tendrán fiel y firme cumplimiento. Dios parece deleitarse en que sus hijos se aferren y apertrechen para la vida con la seguridad que brinda su palabra y lo que Él ha prometido, y que de esta manera permitan que el Espíritu Santo les haga abundar en esperanzas nacidas en Dios y su poder (Romanos 15:13).
Pero aún sabiendo que Dios nos ha dado alguna preciosa promesa, y que él nos ha demostrado suficientes razones para que confiemos imperturbablemente en su fidelidad y poder, hay gran debilidad en el corazón humano: impaciencia ante la adversidad que se prolonga en el tiempo, temor de que de alguna forma misteriosa e inevitable lo prometido no se llegue a realizar, resignación y abandono ante otras alternativas posibles pero diferentes a la divina, dudas afiladas y penetrantes capaces de herir la ingenua y reposada confianza, y lo que es peor que todo lo mencionado, el tener esperanzas que se saben son divinas mas sentir que no queda fuerza para mantenerlas a flote en el horizonte de nuestro vivir. Creo que es inevitable que en mayor o menor medida todos los creyentes transitemos por esa experiencia; encuentro que también los grandes hombres de Dios en la Biblia pasaron por ella. Se trata de tiempos cuando nos sentimos inseguros de si aquello que Dios nos dijo alguna vez en verdad se llegará cumplir; tiempos en que aunque sabemos que “su palabra ha estado en nuestra lengua” (2Samuel 23:2) sin embargo ahora no estamos seguros de si en verdad hemos entendido las cosas como debimos haberlas entendido; tiempos en que una determinada esperanza que nació en Dios y su Palabra ahora parece que ha perdido su fuerza y brillo y parece que acabará finalmente por extinguirse. Es el ocaso de la esperanza. Experiencia necesaria para que la fe y la comunión con Dios pasen a otro nivel. El ocaso de la esperanza es la antesala a una nueva y próxima intervención de Dios en nuestras vidas; intervención que confirmará las promesas y el propósito divino para nuestras vidas y que avivará las llamas de la esperanza para que nunca más se apaguen en lo por venir, al menos en esa área de nuestra vida.
Abraham se postró ante Dios su amigo, le contó sus tristezas, le habló de sus limitadas y resignadas expectativas, pidió por su otro hijo para que alcanzase misericordia, pero también estuvo dispuesto a escuchar lo que Dios tenía que decirle, y ante lo que Dios le dijo, al disponer su corazón y su voluntad para con Dios, nuevamente despuntó el alba de un renovado amanecer pleno de esperanzas en su corazón. No eran nuevas esperanzas, eran las mismas esperanzas de antaño pero renovadas a la luz de un profundo, sincero y genuino encuentro con su señor y Dios. ¿En que punto te encuentras? ¿Acaso estás viviendo ante el ocaso de algunas esperanzas en tu vida? Dios es el Dios de toda esperanza y el desea tratar contigo para que seas renovado y ese ocaso se transforme en un renovado amanecer que te permita mirar hacia tu mañana en Dios con renovada esperanza, ¿estás dispuesto tú también?
En el amor de Jesucristo, tu hermano y amigo, Antonio Vicuña.
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