sábado, 3 de mayo de 2014

PRUEBAS EN EL CAMINO


   La naturaleza de la vida cristiana está marcada en gran parte por lo inédito, por lo inesperado y aún por lo doloroso para la gran mayoría de los hijos de Dios. Se entra a una relación con un Dios desconocido pero que se entiende nos ama. Se progresa en medio de diversos problemas echando mano de recursos que hasta entonces no se conocían en absoluto. Se persevera sorteando las más variadas dificultades y adversidades. No se trata solo de luchar contra dificultades y tentaciones externas, las cuales de por sí pueden llegar a ser literalmente mortales, pero se trata sobre todo de vencer en luchas interiores, de aquellas que se libran a nivel de la conciencia y los deseos y pasiones personales (sean estas de cualesquiera naturaleza), pero también de aquellas luchas que aunque  están relacionadas con la forma como encaramos las relaciones y conflictos personales dentro y fuera de la iglesia, no obstante, se libran a escondidas en lo secreto del corazón. Tales luchas son las famosas pruebas en el Camino, temidas por algunos, ridiculizadas por otros, pero experimentadas sin excepción alguna por todos. Están tipificadas en el Antiguo Testamento por las muchas luchas y dificultades que el pueblo de Dios tuvo que experimentar en su travesía hacia la tierra prometida, y están descritas en el Nuevo Testamento en cada una de las palabras de aliento y exhortación que los apóstoles y escritores inspirados dirigieron a la comunidad de creyentes de esta era.

   Aunque la adversidad y las pruebas formaron parte de la experiencia de todos los hombres de fe en la Biblia, extrañamente en estos últimos años (tal vez en las tres últimas décadas) se ha hecho popular la idea de que en la vida cristiana se puede llegar a un nivel de fe y victoria tal, en el que el creyente queda exento y libre de dificultades, o donde éstas tan solo desaparecerán ante la gloria y el poder de la fe. Es una teoría interesante para los escritores de novelas y ficción religiosa pero es una falacia para aquellos que se desenvuelven en la realidad. El problema con esta forma de pensar y de creer es que se asume la postura de que los problemas, adversidades y sufrimientos, son malos y ajenos al propósito de Dios y, por tanto, innecesarios para el creyente; se acepta por correcto que todos aquellos deseos de superación, grandeza y bienestar (placer, alegría, paz, etc) son buenos, y por tanto, deben formar parte de aquello que Dios quiere que experimentemos. Y Así como Pedro se equivocaba al pensar que el Maestro no debía ir a sufrir y morir en Jerusalén (Mateo 16:21-23), y de forma similar, los creyentes de Cesárea se equivocaban al rogar a Pablo que no fuese a Jerusalén por causa de los sufrimientos que allá le esperaban (Hechos 21:11-12), así también se equivocan todos aquellos creyentes de hoy que piensan que las dificultades, adversidades y sufrimientos no pueden formar parte del propósito de Dios para sus hijos.

   Mientras que en el pasado los hombres se preguntaban cuál era el propósito y la voluntad de Dios para así conformar su vida a ello, ahora, en nuestro tiempo, muchos creyentes tienen muy claro lo que quieren y desean en la vida, y oran para que Dios se conforme y adapte a sus planes y deseos personales. No se trata de un pequeño e inofensivo cambio de enfoque, se trata, al contrario, de una desviación de importantísimas implicaciones con profundas y eternas consecuencias. Se trata de qué tipo de cosmovisión o teología en realidad tenemos: una donde Dios es el centro y único digno de toda adoración y obediencia y donde sus planes han de ser la norma e inspiración para nuestro vivir, u otra,  donde nosotros somos el centro, y Dios debe obrar para alegrarnos y hacernos placentera la existencia según los deseos y planes que nosotros tengamos. Ciertamente el Dios de la Biblia luce muchas veces muy diferente de aquel que es presentado en muchos púlpitos de hoy día, pero el de la Biblia, ese y solo ese, es el Dios verdadero. Poco importan las buenas intenciones de los hombres en este asunto, sus excusas y sus arraigadas convicciones, lo que importa es lo que realmente afirma, enseña y soporta la Biblia con relación a la verdadera naturaleza y carácter de Dios. La nación de Israel tenía una gran tradición religiosa en los tiempos de Jesús, ya estaban curados de la idolatría que por tanto tiempo les había caracterizado en la época del Antiguo testamento, tenían un gran celo por Dios y sus mandamientos, pero a ellos, en su más excelente y encumbrada representación de sacerdotes y predicadores, Jesús les reprobó y exhortó por desconocer enteramente al Dios de quien tanto hablaban. En algún punto de su caminar de fe se extraviaron y olvidaron del Dios real y se quedaron con el Dios que ellos imaginaron; se quedaron con la apariencia de la piedad y perdieron la realidad y esencia de la misma; se quedaron con los mandamientos de Dios pero se olvidaron de aplicarlos a su diario vivir, es más, procedieron a invalidar los mandamientos del Señor con el fin de poder justificar y sostener sus propias ideas sobre lo que la palabra de Dios “debía decir”. Ante tales circunstancias no nos debe resultar extraño que Jesús dijese que en verdad no conocían a Dios, que erraban mucho por ignorar las Escrituras y el poder de Dios, y que, aunque no lo reconocieran, eran esclavos del pecado, ciegos que intentaban guiar a otros ciegos. Y tal vez por ello, por el hecho de que muchos decían conocer y seguir a Dios en aquel entonces, Jesús expresó la definición más completa y concisa que la Escritura ofrece acerca de la salvación: “Y esta es la vida eterna, que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado” (Juan 17:3).

   Y si en verdad estamos progresando en el conocimiento de Dios y de nuestro Salvador Jesucristo, hemos de comprender que la vida del creyente no está, ni podrá estar nunca, exenta de dificultades y problemas, ni libre de oposición y sufrimientos. Ciertamente, hay problemas ajenos a nuestra voluntad, que escapan de nuestro control y manejo, mientras que hay otros que surgen como consecuencia de nuestras propias decisiones y acciones. ¿Cuáles dificultades y problemas forman parte del propósito de Dios para nuestras vidas? ¿Las que creamos nosotros con nuestras equivocadas decisiones, o aquellas que nos sobrevienen sin intervención de nuestra parte? Todas. No hay desperdicio en todo aquello que toca de alguna manera nuestras vidas dentro del propósito que Dios se ha propuesto realizar en nosotros. Por ello es que ese famoso verso de Romanos 8:28 no pierde vigencia, y lejos de ser una toallita de consolación para los que sufren, es en verdad la más clara y expresiva declaración en todo este asunto que consideramos: “…a los que aman a Dios todas las cosas les ayudan a bien”. Y aunque no hay clausulas condicionales explicitas en este verso, creo que se requiere una determinada disposición y actitud en nosotros como creyentes para que podamos recibir los beneficios que otorgan las cosas malas (comprendidas dentro del “todas las cosas” de Romanos 8:28) que nos suceden. No se trata de una expresión cristiana del conocido pero mundano adagio “no hay mal que por bien no venga”, no, definitivamente no. Se trata de que aquellas cosas desagradables y adversas que nos suceden, que nos hieren de alguna manera, que nos incomodan, que entorpecen nuestro tranquilo caminar y vivir, pueden y tienen un propósito que obrar en nuestras vidas de acuerdo al sabio y extraordinario plan de Dios. Por tanto nuestra actitud debe ser la de recibir esas cosas como parte de las lecciones de vida que hemos de aprender y tratar de dar lo mejor de nosotros ante ellas. Se trata de decidir si actuaremos de forma más carnal o de forma más espiritual; si permitiremos que Dios nos fortalezca o nos vendremos abajo; si buscaremos nuestro consuelo, motivación y esperanza en Dios o viviremos únicamente según las simples expectativas de la vida cotidiana y los pequeños pero entretenidos placeres que ofrece. 

   Aquellos hombres de fe que abundan en la Biblia buscaban una ciudad construida por la mano de Dios (Hebreos 11:10), una patria celestial (Hebreos 11:16), no que fueron tras un espejismo, tras una utopía existencial; fueron en verdad tras lo real, puesta la mirada en aquello que es eterno en su condición y que el tiempo con toda su fuerza no puede destruir. Entendieron que valía la pena vivir verdaderamente para Dios aunque fuese difícil y sacrificado, y aunque la vida misma se hiciera más incierta. La pregunta que debemos hacernos nosotros es ¿Dónde está nuestra ciudad y patria? ¿Hacia dónde se dirige nuestro rumbo de vida? Y Entonces, (asumiendo que hemos respondido que está en Dios y en el Cielo) ¿Por qué nos dejamos perturbar tanto por los problemas y contratiempos terrenales? ¿Será que no estamos aprovechando las lecciones y enseñanzas que estos pueden traer a nuestra vida? ¿O será que nos olvidamos del propósito de Dios para con nosotros y las cosas que realmente importan en esta corta vida que tenemos? La pregunta obligada siempre ha de ser ¿Qué quiere Dios que haga con esto que me está sucediendo?  La respuesta, si no la tenemos,  la hemos de conseguir en la Escritura, en los ejemplos bíblicos, o en las cartas del Nuevo Testamento, o vendrá a nosotros tras un tiempo de oración. Pero lo importante es que descubramos cómo conducirnos de acuerdo con la voluntad de Dios para con nosotros en tiempos de prueba y dificultad.

   Si tenemos pruebas en nuestro camino, no nos está sucediendo nada extraño, al contrario, es normal y correcto que así suceda. Si estamos siendo tentados en nuestro camino, no es algo extraño, suele suceder con los hijos de Dios, y ello se requiere para que el carácter sea fortalecido y la fidelidad sea forjada en sus almas. Si tenemos pérdidas en nuestra vida, no es algo extraño, aunque dolorosas, las pérdidas también son necesarias para aquellos que siguen a un Maestro que perdió todo por amor a quienes habría de salvar. Contentémonos con saber y entender que a pesar de la realidad de las pruebas,  en el Camino también hay muchos momentos de reposo, de paz, de alegría, de visiones anticipadas de la gloriosa esperanza, de continua y  permanente compañía a lado de aquél que lo recorrió primero y nos espera al final del mismo.  

   En el amor de Jesucristo, Antonio Vicuña.
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1 comentario:

  1. Un mensaje muy edificante. Muchas gracias, Antonio Vicuña y que Dios le siga fortaleciendo e iluminando.

    Mirtha Aguiar

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