La naturaleza de la vida
cristiana está marcada en gran parte por lo inédito, por lo inesperado y aún por
lo doloroso para la gran mayoría de los hijos de Dios. Se entra a una relación
con un Dios desconocido pero que se entiende nos ama. Se progresa en medio de
diversos problemas echando mano de recursos que hasta entonces no se conocían
en absoluto. Se persevera sorteando las más variadas dificultades y
adversidades. No se trata solo de luchar contra dificultades y tentaciones
externas, las cuales de por sí pueden llegar a ser literalmente mortales, pero
se trata sobre todo de vencer en luchas interiores, de aquellas que se libran a
nivel de la conciencia y los deseos y pasiones personales (sean estas de cualesquiera
naturaleza), pero también de aquellas luchas que aunque están relacionadas con la forma como
encaramos las relaciones y conflictos personales dentro y fuera de la iglesia, no
obstante, se libran a escondidas en lo secreto del corazón. Tales luchas son
las famosas pruebas en el Camino, temidas por algunos, ridiculizadas por otros,
pero experimentadas sin excepción alguna por todos. Están tipificadas en el
Antiguo Testamento por las muchas luchas y dificultades que el pueblo de Dios
tuvo que experimentar en su travesía hacia la tierra prometida, y están
descritas en el Nuevo Testamento en cada una de las palabras de aliento y
exhortación que los apóstoles y escritores inspirados dirigieron a la comunidad
de creyentes de esta era.
Aunque la adversidad y las
pruebas formaron parte de la experiencia de todos los hombres de fe en la
Biblia, extrañamente en estos últimos años (tal vez en las tres últimas décadas)
se ha hecho popular la idea de que en la vida cristiana se puede llegar a un
nivel de fe y victoria tal, en el que el creyente queda exento y libre de
dificultades, o donde éstas tan solo desaparecerán ante la gloria y el poder de
la fe. Es una teoría interesante para los escritores de novelas y ficción
religiosa pero es una falacia para aquellos que se desenvuelven en la realidad.
El problema con esta forma de pensar y de creer es que se asume la postura de
que los problemas, adversidades y sufrimientos, son malos y ajenos al propósito
de Dios y, por tanto, innecesarios para el creyente; se acepta por correcto que
todos aquellos deseos de superación, grandeza y bienestar (placer, alegría,
paz, etc) son buenos, y por tanto, deben formar parte de aquello que Dios
quiere que experimentemos. Y Así como Pedro se equivocaba al pensar que el
Maestro no debía ir a sufrir y morir en Jerusalén (Mateo 16:21-23), y de forma
similar, los creyentes de Cesárea se equivocaban al rogar a Pablo que no fuese
a Jerusalén por causa de los sufrimientos que allá le esperaban (Hechos 21:11-12),
así también se equivocan todos aquellos creyentes de hoy que piensan que las
dificultades, adversidades y sufrimientos no pueden formar parte del propósito
de Dios para sus hijos.
Mientras que en el pasado los
hombres se preguntaban cuál era el propósito y la voluntad de Dios para así
conformar su vida a ello, ahora, en nuestro tiempo, muchos creyentes tienen muy
claro lo que quieren y desean en la vida, y oran para que Dios se conforme y
adapte a sus planes y deseos personales. No se trata de un pequeño e inofensivo
cambio de enfoque, se trata, al contrario, de una desviación de importantísimas
implicaciones con profundas y eternas consecuencias. Se trata de qué tipo de
cosmovisión o teología en realidad tenemos: una donde Dios es el centro y único
digno de toda adoración y obediencia y donde sus planes han de ser la norma e
inspiración para nuestro vivir, u otra, donde nosotros somos el centro, y Dios debe
obrar para alegrarnos y hacernos placentera la existencia según los deseos y
planes que nosotros tengamos. Ciertamente el Dios de la Biblia luce muchas
veces muy diferente de aquel que es presentado en muchos púlpitos de hoy día,
pero el de la Biblia, ese y solo ese, es el Dios verdadero. Poco importan las
buenas intenciones de los hombres en este asunto, sus excusas y sus arraigadas
convicciones, lo que importa es lo que realmente afirma, enseña y soporta la Biblia
con relación a la verdadera naturaleza y carácter de Dios. La nación de Israel
tenía una gran tradición religiosa en los tiempos de Jesús, ya estaban curados
de la idolatría que por tanto tiempo les había caracterizado en la época del Antiguo
testamento, tenían un gran celo por Dios y sus mandamientos, pero a ellos, en
su más excelente y encumbrada representación de sacerdotes y predicadores,
Jesús les reprobó y exhortó por desconocer enteramente al Dios de quien tanto
hablaban. En algún punto de su caminar de fe se extraviaron y olvidaron del
Dios real y se quedaron con el Dios que ellos imaginaron; se quedaron con la
apariencia de la piedad y perdieron la realidad y esencia de la misma; se quedaron
con los mandamientos de Dios pero se olvidaron de aplicarlos a su diario vivir,
es más, procedieron a invalidar los mandamientos del Señor con el fin de poder
justificar y sostener sus propias ideas sobre lo que la palabra de Dios “debía
decir”. Ante tales circunstancias no nos debe resultar extraño que Jesús dijese
que en verdad no conocían a Dios, que erraban mucho por ignorar las Escrituras
y el poder de Dios, y que, aunque no lo reconocieran, eran esclavos del pecado,
ciegos que intentaban guiar a otros ciegos. Y tal vez por ello, por el hecho de
que muchos decían conocer y seguir a Dios en aquel entonces, Jesús expresó la
definición más completa y concisa que la Escritura ofrece acerca de la
salvación: “Y esta es la vida eterna, que te conozcan a ti, el único Dios
verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado” (Juan 17:3).
Y si en verdad estamos
progresando en el conocimiento de Dios y de nuestro Salvador Jesucristo, hemos
de comprender que la vida del creyente no está, ni podrá estar nunca, exenta de
dificultades y problemas, ni libre de oposición y sufrimientos. Ciertamente,
hay problemas ajenos a nuestra voluntad, que escapan de nuestro control y
manejo, mientras que hay otros que surgen como consecuencia de nuestras propias
decisiones y acciones. ¿Cuáles dificultades y problemas forman parte del
propósito de Dios para nuestras vidas? ¿Las que creamos nosotros con nuestras
equivocadas decisiones, o aquellas que nos sobrevienen sin intervención de
nuestra parte? Todas. No hay desperdicio en todo aquello que toca de alguna
manera nuestras vidas dentro del propósito que Dios se ha propuesto realizar en
nosotros. Por ello es que ese famoso verso de Romanos 8:28 no pierde vigencia,
y lejos de ser una toallita de consolación para los que sufren, es en verdad la
más clara y expresiva declaración en todo este asunto que consideramos: “…a los
que aman a Dios todas las cosas les ayudan a bien”. Y aunque no hay clausulas
condicionales explicitas en este verso, creo que se requiere una determinada
disposición y actitud en nosotros como creyentes para que podamos recibir los
beneficios que otorgan las cosas malas (comprendidas dentro del “todas las
cosas” de Romanos 8:28) que nos suceden. No se trata de una expresión cristiana
del conocido pero mundano adagio “no hay mal que por bien no venga”, no,
definitivamente no. Se trata de que aquellas cosas desagradables y adversas que
nos suceden, que nos hieren de alguna manera, que nos incomodan, que entorpecen
nuestro tranquilo caminar y vivir, pueden y tienen un propósito que obrar en
nuestras vidas de acuerdo al sabio y extraordinario plan de Dios. Por tanto
nuestra actitud debe ser la de recibir esas cosas como parte de las lecciones
de vida que hemos de aprender y tratar de dar lo mejor de nosotros ante ellas.
Se trata de decidir si actuaremos de forma más carnal o de forma más
espiritual; si permitiremos que Dios nos fortalezca o nos vendremos abajo; si
buscaremos nuestro consuelo, motivación y esperanza en Dios o viviremos únicamente
según las simples expectativas de la vida cotidiana y los pequeños pero
entretenidos placeres que ofrece.
Aquellos hombres de fe que abundan en la
Biblia buscaban una ciudad construida por la mano de Dios (Hebreos 11:10), una
patria celestial (Hebreos 11:16), no que fueron tras un espejismo, tras una
utopía existencial; fueron en verdad tras lo real, puesta la mirada en aquello
que es eterno en su condición y que el tiempo con toda su fuerza no puede
destruir. Entendieron que valía la pena vivir verdaderamente para Dios aunque
fuese difícil y sacrificado, y aunque la vida misma se hiciera más incierta. La
pregunta que debemos hacernos nosotros es ¿Dónde está nuestra ciudad y patria? ¿Hacia
dónde se dirige nuestro rumbo de vida? Y Entonces, (asumiendo que hemos
respondido que está en Dios y en el Cielo) ¿Por qué nos dejamos perturbar tanto
por los problemas y contratiempos terrenales? ¿Será que no estamos aprovechando
las lecciones y enseñanzas que estos pueden traer a nuestra vida? ¿O será que
nos olvidamos del propósito de Dios para con nosotros y las cosas que realmente
importan en esta corta vida que tenemos? La pregunta obligada siempre ha de ser
¿Qué quiere Dios que haga con esto que me está sucediendo? La respuesta, si no la tenemos, la hemos de conseguir en la Escritura, en los
ejemplos bíblicos, o en las cartas del Nuevo Testamento, o vendrá a nosotros
tras un tiempo de oración. Pero lo importante es que descubramos cómo
conducirnos de acuerdo con la voluntad de Dios para con nosotros en tiempos de
prueba y dificultad.
Si tenemos pruebas en nuestro
camino, no nos está sucediendo nada extraño, al contrario, es normal y correcto
que así suceda. Si estamos siendo tentados en nuestro camino, no es algo
extraño, suele suceder con los hijos de Dios, y ello se requiere para que el
carácter sea fortalecido y la fidelidad sea forjada en sus almas. Si tenemos pérdidas
en nuestra vida, no es algo extraño, aunque dolorosas, las pérdidas también son
necesarias para aquellos que siguen a un Maestro que perdió todo por amor a
quienes habría de salvar. Contentémonos con saber y entender que a pesar de la
realidad de las pruebas, en el Camino
también hay muchos momentos de reposo, de paz, de alegría, de visiones
anticipadas de la gloriosa esperanza, de continua y permanente compañía a lado de aquél que lo
recorrió primero y nos espera al final del mismo.
En el amor de Jesucristo, Antonio Vicuña.
Un mensaje muy edificante. Muchas gracias, Antonio Vicuña y que Dios le siga fortaleciendo e iluminando.
ResponderEliminarMirtha Aguiar