jueves, 25 de julio de 2013

FE EN TIEMPOS POSTMODERNOS

No es un secreto el hecho de que una de las características de los nuevos tiempos que nuestras sociedades de avanzada viven es la marcada ausencia de elementos que le otorgue sentido y propósitos suficientes al diario existir.


No es un secreto el hecho de que una de las características de los nuevos tiempos que nuestras sociedades de avanzada viven es la marcada ausencia de elementos que le otorgue sentido y propósitos suficientes al diario existir. Muchas variables atestiguan al respecto: desesperanza generalizada, el aumento exponencial de la depresión como fenómeno social, el alto índice de suicidios, la pérdida de confianza en un mejor porvenir, etc; estas variables (solo por mencionar algunas) son a mi entender, la expresión de un problema que tiene profundas implicaciones en la vida humana: la presencia o la ausencia de la fe.

El ser humano es por naturaleza un ser religioso, toda su historia, en sus múltiples y variadísimos aspectos así lo confirma. La evolución misma de la civilización y el desarrollo tecnológico han estado íntimamente ligados al elemento religioso desde la antigüedad hasta prácticamente nuestros días. Joel Kotkin, autoridad reconocida en el ámbito de las ciencias sociales, económicas y políticas, en su obra “La Ciudad, una historia global” presenta una reseña de la evolución del complejo social que son las ciudades; sobre el papel que ha jugado el factor religioso en la evolución de las mismas, escribe: “Las estructuras religiosas han dominado durante mucho tiempo el paisaje y la imaginación de las grandes ciudades… Quizá resulte difícil en nuestra actual época secular imaginar hasta qué punto la religión ha desempeñado un papel fundamental durante la mayor parte de la historia urbana”. Y es que la fe no ha actuado como un simple “aderezo” cultural o social en el entramado de la experiencia humana a lo largo del tiempo, sino que en el fondo, en lo íntimo y esencial, ha jugado un papel vital, poderosamente transformador y trascendente en miles de millones de personas en cada generación. La gran crisis de nuestro tiempo está conformada, además de los diversos factores mencionados a diario, por la ausencia de fe, pero no ausencia de todo tipo de fe, sino de aquella que es verdaderamente necesaria para la trascendencia humana: fe en Dios.

Si no hay fe en Dios, la vida y la experiencia humana se minimiza y empobrece. Habrá pérdida en muchos sentidos: lo moral carecerá de fundamento; lo espiritual de sentido; lo digno y trascendente del ser humano (hecho a imagen y semejanza de Dios) desciende al nivel de lo animal y bestial; la conciencia de eternidad, presente en cada corazón humano, se ahoga en la antinatural ciénaga del escepticismo. Quítese la posibilidad de creer en Dios a la persona, y se le estará privando de la más necesaria disposición para desarrollarse y realizarse con un sentido de trascendencia y provecho tanto para ella como para quienes le rodean. Aniquílese en el corazón la llama de la fe, y se estará aniquilando con ello la posibilidad de amar, perdonar, pero también la posibilidad de dejarse amar y aceptar el ser perdonado; y es que, aunque nos cueste aceptarlo, la fe es más necesaria para el vivir que muchas de las cosas a las que estamos acostumbrados, y no pocas cosas dependen de la fe para su vivencia plena. Una vida que se abre a la experiencia de confiar en Dios, es una vida que se abre al amor, a la justicia, a la nobleza, a la verdad, a la paz, a la reconciliación y la salvación. No por mero hablar dijo el Maestro de Galilea “Tened fe en Dios” (Marcos 11:22), y “Si tuviereis fe…nada os sería imposible”. Así que, apreciado lector, sé que las ocupaciones y demandas de nuestro tiempo consumen casi la totalidad de nuestras fuerzas y pensamientos, pero nos es necesario hacer un espacio para comenzar a cultivar, trabajar y atesorar fe en nuestros corazones ¿Por qué no comenzamos hoy mismo a atender esta vital necesidad?

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