No es un secreto el hecho de que una de
las características de los nuevos tiempos que nuestras sociedades de avanzada
viven es la marcada ausencia de elementos que le otorgue sentido y propósitos
suficientes al diario existir. Muchas variables atestiguan al respecto: desesperanza
generalizada, el aumento exponencial de la depresión como fenómeno social, el
alto índice de suicidios, la pérdida de confianza en un mejor porvenir, etc;
estas variables (solo por mencionar algunas) son a mi entender, la expresión de
un problema que tiene profundas implicaciones en la vida humana: la presencia o
la ausencia de la fe.
El ser humano es por naturaleza un ser
religioso, toda su historia, en sus múltiples y variadísimos aspectos así lo
confirma. La evolución misma de la civilización y el desarrollo tecnológico han
estado íntimamente ligados al elemento religioso desde la antigüedad hasta
prácticamente nuestros días. Joel Kotkin, autoridad reconocida en el ámbito de
las ciencias sociales, económicas y políticas, en su obra “La Ciudad, una
historia global” presenta una reseña de la evolución del complejo social que
son las ciudades; sobre el papel que ha jugado el factor religioso en la
evolución de las mismas, escribe: “Las
estructuras religiosas han dominado durante mucho tiempo el paisaje y la
imaginación de las grandes ciudades… Quizá
resulte difícil en nuestra actual época secular imaginar hasta qué punto la
religión ha desempeñado un papel fundamental durante la mayor parte de la
historia urbana”. Y es que la fe no ha actuado como un simple “aderezo”
cultural o social en el entramado de la experiencia humana a lo largo del
tiempo, sino que en el fondo, en lo íntimo y esencial, ha jugado un papel
vital, poderosamente transformador y trascendente en miles de millones de
personas en cada generación. La gran crisis de nuestro tiempo está conformada,
además de los diversos factores mencionados a diario, por la ausencia de fe,
pero no ausencia de todo tipo de fe, sino de aquella que es verdaderamente
necesaria para la trascendencia humana: fe en Dios.
Si no hay fe en Dios, la vida y la
experiencia humana se minimiza y empobrece. Habrá pérdida en muchos sentidos:
lo moral carecerá de fundamento; lo espiritual de sentido; lo digno y
trascendente del ser humano (hecho a imagen y semejanza de Dios) desciende al
nivel de lo animal y bestial; la conciencia de eternidad, presente en cada
corazón humano, se ahoga en la antinatural ciénaga del escepticismo. Quítese la
posibilidad de creer en Dios a la persona, y se le estará privando de la más
necesaria disposición para desarrollarse y realizarse con un sentido de
trascendencia y provecho tanto para ella como para quienes le rodean.
Aniquílese en el corazón la llama de la fe, y se estará aniquilando con ello la
posibilidad de amar, perdonar, pero también la posibilidad de dejarse amar y
aceptar el ser perdonado; y es que, aunque nos cueste aceptarlo, la fe es más
necesaria para el vivir que muchas de las cosas a las que estamos acostumbrados,
y no pocas cosas dependen de la fe para su vivencia plena. Una vida que se abre
a la experiencia de confiar en Dios, es una vida que se abre al amor, a la
justicia, a la nobleza, a la verdad, a la paz, a la reconciliación y la
salvación. No por mero hablar dijo el Maestro de Galilea “Tened fe en Dios” (Marcos 11:22), y “Si tuviereis fe…nada os sería imposible”. Así que, apreciado
lector, sé que las ocupaciones y demandas de nuestro tiempo consumen casi la
totalidad de nuestras fuerzas y pensamientos, pero nos es necesario hacer un
espacio para comenzar a cultivar, trabajar y atesorar fe en nuestros corazones
¿Por qué no comenzamos hoy mismo a atender esta vital necesidad?
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