La Biblia que es la palabra de Dios
declara que Él es aquel que “todo lo llena en todos” (Efesios 1:23) y en quien
“nos vivimos, nos movemos y somos” (Hechos 17:28), por lo que la gloriosa
presencia de Dios y sus maravillosas gracias deberían iluminar la vida de toda
persona. Sin embargo, la triste realidad es que la mayoría de las personas vivimos
de espaldas a esta posibilidad, y vivimos en el día a día separados de Dios. La
causa de esta separación no está en Dios, quien nos creó a su imagen y
semejanza para tener comunión y compañerismo con nosotros; indudablemente la
causa está en nosotros, quienes a pesar de sentir en nuestros corazones la
llamada de la trascendencia y el latir del presentimiento de que hay un Dios
arriba en los cielos, sin embargo descuidamos el darle el valor necesario al
hecho de relacionarnos con él. La Escritura declara:
“Vuestras iniquidades han hecho
división entre vosotros y vuestro Dios, y vuestros pecados han hecho ocultar de
vosotros su rostro”
(Isaías 59:2)
Ahora bien, cuando pensamos en una
relación con Dios, en primer lugar debemos sincerarnos ante nosotros mismos y,
principalmente, ante él. Hay una sola causa de separación entre Dios y el ser
humano: el pecado (Término bíblico que hace referencia a todo aquello que es de
naturaleza contraria a la justicia y el carácter puro de Dios). No nos separa
de Dios nuestra posición social, nuestro nivel intelectual, nuestro color de
piel, o nuestro modo de sentir la vida; pero sí nos separa de Dios el problema
de nuestro pecado. Estrictamente hablando, el pecado, cualquiera sea su
manifestación y característica, siempre resultará en alejamiento y separación
de Dios y de sus bendiciones permanentes. Y es que el pecado genera
inevitablemente malas consecuencias. Ya es bastante lamentable vivir nuestros
años alejados de Dios, de su bendición, de su paz, de su presencia y compañía,
pero, si estamos hechos para vivir por la eternidad (lo cual afirma enfáticamente
la Biblia y aún nuestro propio corazón) ¿Cuánto más trágico ha de ser el hecho
de vivir esa eternidad separados de Dios? Por tan vitales y cruciales
consecuencias, no debe sorprender que el llamado del amor de Dios sea tan
urgente e insistente para con todos nosotros:
“Deje el impío su camino, el hombre
inicuo sus pensamientos, y vuélvase al Señor, el cual tendrá de él
misericordia, y al Dios nuestro, el cual será amplio en perdonar”
(Isaías 55:7)
Dios nos hace un llamado a abandonar
determinados caminos y pensamientos, específicamente aquellos que nos conducen
a una vida alejada de él. Pensemos un poco sobre este aspecto. Los caminos, lo
mismo que los pensamientos de millones de personas, lamentablemente, están
enlodados y construidos sobre cimientos de pecado: idolatría, impureza sexual,
deshonestidad, asesinato, engaño, falta de misericordia, orgullo, arrogancia,
etc. Y Dios llama desde lo alto a los hombres (¿Quién escuchará y responderá?)
a que abandonen estos caminos y pensamientos y se vuelvan a él. Este volverse a
Dios es lo que la Biblia llama arrepentimiento, y es indispensable para caminar
con Dios y es una insustituible condición para todos los que quieren ponerse a
cuentas con su Creador. Por cierto la palabra arrepentimiento significa
básicamente “Pensar diferente”, “Cambiar de parecer”; por lo que el llamado que
Dios nos hace es a un pensar diferente, a un cambio de parecer en lo que hasta
ahora ha sido nuestra óptica y caminar por la vida, de tal manera que en
nuestro corazón y vivir le otorguemos el lugar y espacio que él requiere y que
nosotros necesitamos que ocupe para nuestro propio bien y realización.
¿Qué decisión tomarás ante estas
palabras? ¿Dónde está Dios en relación a tu vida, en relación con tus caminos y
pensamientos?
Con el único
deseo de compartir un poco de luz para tu caminar, Antonio Vicuña.
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