lunes, 3 de enero de 2011

EDIFICANDO UN ALTAR PARA DIOS


“Y edificó allí un altar a Jehová, quien le había aparecido”
Génesis 12:7

La relación adecuada entre el ser humano y la Divinidad es la adoración. Sabremos que hemos dado un paso significativo en nuestra vida de fe cuando nos encontremos con el hecho de que hemos aprendido a adorar a Dios. Pero la adoración conlleva el reconocimiento de que Dios está en lo alto y nosotros estamos en lo bajo; de que Dios es santo y nosotros pecadores; de que Dios es inmensamente grande y sublime y que nosotros somos pequeños, casi insignificantes, un minúsculo grano en la inmensidad de la creación; de que Dios es todo sabiduría y nosotros, la mayoría de las veces, necedad y vanidad; y ya sea por estas u otras razones estamos inhabilitados de adorar a Dios directamente; es como si necesitásemos de un medio o algo que nos permita presentarnos ante Dios para ofrecer tan siquiera un humilde y tosco tributo. Si alguno piensa que solo basta una actitud dispuesta y un buen deseo para acercarse a Dios, no conoce en absoluto la realidad del mal presente el corazón humano, e ignora cómo este mal le inhabilita por completo para presentarse ante el Dios que es Santo, Santo, Santo.

Jamás hombre alguno ha podido acercarse a Dios basado y amparado en su propia virtud, sino que, desde los inicios mismos de la historia humana, el que en verdad se ha acercado a él, lo ha hecho apoyándose en una ofrenda por sus pecados, o un sacrificio sustitutivo a su favor, o en una promesa de perdón recibida de parte de Dios mismo. Y en este acercarse a Dios por parte de los hombres de la antigüedad, un elemento pleno de significados es el altar: una especie de estructura sobre la que se ofrecían a Dios ofrendas, generalmente de animales sacrificados, como un acto de adoración. 

La vida de los patriarcas se caracterizó entre otras cosas por la continua edificación de altares al Señor: Abraham, por ejemplo, edificó altares a Dios en Siquem, entre Betel y Hai, en Hebrón, y en Moriah (Gn.12:6-8; 13:18; 22:9); Isaac, por su parte, edificó un altar al Señor en Beerseba (Gn.26:25); Jacob, edificó altares en Siquem y Bet-el (Gn.33:20; 35:1-7). Pero no solo los patriarcas edificaron altares al Señor; Moisés edificó un altar en Refidin, antes de la construcción del tabernáculo y todo su mobiliario, cuando el pueblo de Israel obtuvo la victoria ante los amalecitas (Ex.17:15). Una vez construido el tabernáculo pensaríamos que ya nadie más edificaría altares al Señor, puesto que el tabernáculo tenía un altar en permanente uso, pero no es así: Josué edificó un altar en el monte Ebal (Jos.8:30-31); Gedeón edificó un altar al Señor en Ofra (Jue.6:24-26); el rey David edificó un altar en la era de Arauna (2Sam.24: 18-25); el profeta Elías edificó un altar al Señor en el monte Carmelo (1Re.18).

Quiero invitarle a que consideremos algunas de las circunstancias y razones por las que aquellos hombres que nos precedieron edificaron un altar al Señor. He decidido tomar aquellos casos en que el altar fue constituido al margen del sistema instituido en el pacto mosaico.

Podemos notar que los creyentes de la antigua era edificaron un altar para Dios en las siguientes circunstancias:

-          Para adorar a Dios (Gn.8:20-21): es significativo que en esta oportunidad, que es la primera vez en la Biblia en que se hace mención de la edificación de un altar, el motivo principal del mismo sea, a mi modo de ver, la adoración.

-          Al establecerse con cierta permanencia en algún lugar: como demarcando un sitio para invocar el Nombre de Dios además de reconocer su vulnerabilidad y necesidad de la bendición divina (Ge.12:6-8; 13:18; 26:25).

-          En cada sitio donde tuvo lugar un encuentro especial con Dios (Gn.28:18; 35:1,6-7,9-15)

-          Para testificar de la victoria concedida por Dios (Ex.17:15-16)

-          Como instrumento de clamor a Dios en medio de una emergencia (2Sam.24: 18-25)

-        Para levantar una señal visible que recordase una obra de Dios o perpetuase una concesión divina (Jos. 4: 1-3,5-7; 22:10-11,26-27)

Edificando un altar para el Señor en nuestras vidas

            Un altar es una señal o recordatorio de lo que Dios nos ha dicho, perdonado, prometido o entregado. El altar no es el sacrificio o la ofrenda, pero nos permite presentar el sacrificio y la ofrenda con entendimiento y conciencia de lo que hacemos.
           
El altar hablaba constantemente de la relación del hombre con Dios, tuviese o no tuviese ofrenda sobre sí. El altar de por sí ya era una señal que proclamaba poderosamente todo un mensaje de parte de Dios para las personas. El altar era una forma de recordatorio para aquellos que estaban llamados a relacionarse con el Dios Eterno: recordaba constantemente que Dios se había manifestado a ellos, que les había dado sus palabras, que en momentos especiales se reveló a ellos comprometiéndoles para con él. Era una especie de testimonio perenne de que Dios había venido manifestándose a ellos desde hacía tiempo con fiel y santo amor.     
           
Hay momentos puntuales en nuestras vidas en los que Dios se manifiesta a nosotros de una forma especial. En esos momentos Dios viene a nuestras vidas y nos da una palabra que nos confirma en sus caminos, o nos regala una promesa específica para nuestra vida personal, o se revela a nosotros para que le conozcamos de una manera como  hasta entonces nos le conocíamos; esos encuentros con Dios no son cotidianos, no son cosas que suceden a menudo en nuestro caminar con Dios (casi me atrevería a decir que suceden pocas veces en la vida) pero cuando suceden, nos cambian profundamente; recuerde usted por ejemplo a Abraham y su llamado; a Isaac en Beerseba; a Jacob y su experiencia en Peniel; a Salomón en Gabaón; y muchos otros. Aunque todos los días de nuestro caminar con el Señor deben ser días buenos y llenos de gratitud por la misericordia y el amor de Dios, hay momentos puntuales en los que Dios cambia la dirección de nuestra vida, en los que Dios trae una mayor luz de sus propósitos para con nosotros, en los que somos invitados a entrar en una dimensión superior en nuestro caminar con Dios. Esos encuentros debemos perpetuarlos en nuestra memoria e incorporarlos a nuestra vida a través de un altar conmemorativo. Un altar conmemorativo nos ayuda a mantenernos enfocados en lo que Dios ha hecho en el pasado y en lo que está haciendo hoy en nuestras vidas (Gn.28: 18-22); nos ayuda para que recibamos aliento en tiempos de dificultad y adversidad (Jacob en Mahanaim antes de encontrarse con Esaú Gn.32:9-12); nos ayuda para entender cómo todo obra para el cumplimiento de los propósitos de Dios en nuestra vida al contemplar el pasado, el presente y el futuro (Gn.31:13)

            Pero el altar habla, sobre todas las cosas, de “victimas y sacrificios”. La palabra hebrea para altar significa “lugar de sacrificio” y está relacionada con otra que traduce “matar para el sacrificio”. La mayoría de las veces que se hace mención en las Escrituras del altar, se hace en conexión con un sacrificio sangriento. Dios mismo estableció las ordenanzas con relación a estos sacrificios, los cuales actuaban como un paliativo temporal mientras llegaba la solución definitiva para el pecado del hombre. Todos los sacrificios que se presentaban sobre el altar, ese continuo derramar de la sangre de las victimas, ese continuo holocausto que Dios había ordenado que se llevara a cabo al comenzar el día y al atardecer del mismo, todo ello presagiaba y señalaba hacia un altar mayor, y hacia una victima más excelente; muchos altares fueron levantados por los hombres pero el mejor de todos los altares, el más elevado,  el que habría de dejar a todos los demás en el olvido y hacer que caducaran por siempre, fue levantado y edificado por Dios mismo; fue edificado en las afueras de Jerusalén, establecido sobre una colina llamada “Monte Calvario”, y coronado con una cruz de madera, donde el Cordero de Dios, cual perfecta victima, y como ofrenda definitiva y eterna por el pecado de la humanidad fue inmolado.  El autor de la carta a los Hebreos lo expresa con las siguientes palabras:

“Porque la ley, teniendo la sombra de los bienes venideros, no la imagen misma de las cosas, nunca puede por los mismos sacrificios que se ofrecen continuamente cada año, hacer perfectos a los que se acercan…Pero en estos sacrificios cada año se hace memoria de los pecados; porque la sangre de los toros y de los machos cabríos no puede quitar los pecados…Y ciertamente todo sacerdote está día tras día ministrando y ofreciendo muchas veces los mismo sacrificios, que nunca pueden quitar los pecados; pero Cristo, habiendo ofrecido una vez para siempre un solo sacrificio por los pecados, se ha sentado a la diestra de Dios…porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados”
(He.10: 1-14)

¿Tenemos necesidad de demarcar un espacio para invocar el Nombre del Señor en nuestra vida cotidiana? ¿Necesitamos reconocer nuestra vulnerabilidad y necesidad de Dios? ¿Necesitamos aprender a cultivar una relación con Dios hasta hacer de ella el elemento de mayor importancia de nuestro vivir? ¿Será útil para nosotros establecer pautas, señales, recordatorios de aquellas cosas que Dios nos ha enseñado y mostrado?

Entonces, necesitamos edificar un altar (o varios altares) para Dios en nuestras vidas

            Dios nos llama a edificar un altar para él en nuestras vidas. Es un llamado a invocar su nombre en la vida diaria, en nuestro lugar de permanencia (casa, sitio de trabajo, lugar de estudio). Es un llamado a reconocer nuestra vulnerabilidad y necesidad de su bendición. Es un llamado a establecer señales que tengan un real significado para las decisiones que tomamos en nuestro diario andar. Es un llamado a la fe, a la consagración, a reconocer su santidad y la necesidad de que nosotros también lo seamos, es un llamado a la esperanza y a la adoración. El primer altar que el hombre edificó fue levantado para adorar a Dios y esa es  la principal razón por la que nosotros también debemos edificar un altar al Señor en nuestra vida diaria.

El mundo que no conoce a Dios también tiene sus altares dispuestos y preparados; tiene sus oficiantes, su lógica, su ritual y mística que justifican sus “sacrificios”; ante sus lugares altos se congregan multitudes; el incienso de su vacío y embriagador ritual se esparce continuamente en los distintos estratos de nuestra sociedad; sus celebraciones impactan, entretienen y mantienen alejados del conocimiento de Dios a todos sus espectadores, y sabe qué es triste: que entre ellos hay mucho pueblo de Dios; pueblo de Dios que acude a sentarse a las mesas de los sacrificios de los altares mundanos; pueblo de Dios que no comprende que su llamado es a participar del santo altar de la consagración al Señor; pueblo de Dios que piensa que puede participar  de la mesa del Señor y de la mesa de los demonios; pueblo de Dios que sabe cantar pero que no sabe adorar; que sabe participar de la dinámica de su iglesia local pero que ignora como participar dignamente de la dinámica de la Iglesia del Señor; pueblo que no termina de aprender cuál es la diferencia entre lo santo y lo profano, entre aquello que es promovido por Dios y aquello que es promovido por el pecado, entre aquello que honra al Señor y aquello que le deshonra.

            Hermanos, en este nuevo año que inicia, decidámonos a edificar un altar al Señor; un altar que sirva de señal para nosotros y para aquellos que nos ven desde afuera; un altar desde el que se eleve aroma grato al Señor y en el que no tengan cabida sacrificios impuros, ni dudosas ofrendas; un altar que proclame la majestad de nuestro Señor y Dios, y proclame con su fuego, la autoridad y poder de aquel que nos amó y se entregó por nosotros; levantemos un altar que perdure como legado para las generaciones venideras y les transmita el mensaje de amor de nuestro Dios y salvador así como les hable de su poder y dignidad regia.

Que en este año 2011 nuestro Señor nos conceda el ver cómo los falsos altares que hasta ahora han permanecido levantados en nuestras vidas, siendo causa de tropiezo y pecado, son derribados para nunca más ser levantados. Que veamos bajo su bendición y aprobación el establecimiento de su Reino en nuestras vidas y familias, y que bendiga el  Dios Altísimo con su santo fuego cada uno de los altares que para él edifiquemos y consagremos en nuestro peregrinar de fe.       

            En el amor de Jesucristo, Antonio Vicuña.


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