En esta oportunidad te invito a considerar algunos hechos relacionados con la resurrección de nuestro Señor Jesucristo. Como es sabido de todos en esta semana se conmemora la pasión y muerte de nuestro Señor, y el próximo domingo estamos celebrando su resurrección de entre los muertos.
“Mas ahora Cristo ha resucitado de los muertos; primicias de los que durmieron es hecho” (1Cor.15:20).
La resurrección de Jesucristo es un hecho único y singular que no tiene paralelo en la historia. Pero además, es también la losa fundación sobre la cual se levanta el edificio de la fe cristiana con todos sus postulados teológicos. Toda la estructura y fuerza del mensaje cristiano, su oferta de justicia, perdón y reconciliación con Dios, descansa y se basa en la resurrección de Jesucristo. Si la resurrección no hubiese ocurrido tampoco hubiese iglesia, ni mensaje de salvación que predicar, ni esperanza eterna que proclamar, ni Salvador victorioso que anunciar; como diría el apóstol Pablo, “...si Cristo no resucitó, vana es entonces nuestra predicación, vana es también vuestra fe...aún estáis en vuestros pecados...somos los mas dignos de lástima de todos los hombres” (1Cor.15:14-19). Pero el hecho cierto, innegable y verificable en diversos ámbitos y espacios, es que Jesucristo resucitó de entre los muertos. Y su resurrección no es un asunto de fe; es un suceso histórico que demanda sea creído en base a las pruebas que lo respaldan. No es un postulado que tiene que ser abrazado en ausencia de evidencias que lo soporten, sino que, al contrario, es un hecho concreto que tiene asidero en la historia y que está soportado y atestiguado con una multitud de pruebas, evidencias, y testimonios de la más variada y calificada índole. La historia (secular y religiosa), la arqueología, la cultura y la estructuras sociales del primer siglo en la Palestina, el testimonio de cientos de testigos que presenciaron los hechos, la obstinada e irrenunciable convicción de los discípulos, y el triunfo del cristianismo sobre todos sus adversarios en casi 2000 años de historia, aseguran y confirman la veracidad y realidad de la resurrección de Jesucristo de entre los muertos.
Su resurrección no es algo bonito para creer; tampoco es el final feliz de la historia de los evangelios; no es la manera poética y artística de expresar que su persona vive en nuestra mente y corazón. No, nada de eso, la resurrección de Jesucristo fue un hecho físico, real y verificable que sucedió en la mañana de aquel domingo muy temprano, en las afueras de Jerusalén en un sepulcro que estaba en la ladera de una montaña y que pertenecía a un hombre de posición reconocida en la ciudad llamado José, oriundo de Arimatea; fue un suceso inesperado por todos, aunque había sido anunciado por Jesús algún tiempo antes de ser crucificado. Fue un suceso de conocimiento público y comentado por todos los de su tiempo. Ni siquiera los adversarios de Jesús con todo su poder e influencias pudieron silenciar y frenar el anuncio de su resurrección y lo que esta implicaba. Recordemos que Jesucristo fue asesinado por las intrigas y empeño de los líderes religiosos de la nación judía, quienes se encargaron de dirigir el proceso de un juicio viciado y carente de legalidad acudiendo ante la autoridad romana para que les concediese la autorización para imponer la pena de muerte sobre él. Los sucesos y detalles de la muerte de Jesús son de conocimiento de todos y sobrepasan por mucho a cualquier otro personaje de la antigüedad. No hay rey, faraón, emperador, gobernante, personaje ilustre alguno, sobre el que se tenga tanta información sobre los detalles de su muerte, como se tiene sobre la muerte de Jesucristo. Logrado su objetivo, asesinar a Jesús, estos mismos adversarios pidieron a la autoridad romana de la región, a Pilato, que autorizase la custodia militar del sepulcro donde fue colocado, y que además fuese colocado el sello imperial sobre la entrada de modo que nadie se atreviese a intentar mover la piedra que resguardaba el acceso del mismo. De manera que, fuera del sepulcro, había desde el mismo viernes en la tarde una guardia romana vigilando y resguardando el área. Una guardia romana estaba conformada cuando menos por 4 hombres pero podían llegar a ser 10 o inclusive 30. Asumamos que eran solo 4, así como 4 fueron los que le crucificaron y se repartieron sus vestidos entre sí (Jn.19:23). Tan solo 4 hombres resguardaban la tumba, pero no eran cualquier clase de hombres, eran soldados romanos, es decir, formaban parte de la maquinaria de guerra más disciplinada e implacable que el mundo conocía hasta ese entonces; eran soldados a quienes no les temblaría el pulso para dar muerte a todo aquel que intentase ir en contra de los intereses y las órdenes de Roma. Eran 4 hombres fuertemente armados (pica, espada, daga y escudo, además de su armadura) acostumbrados a montar guardia y custodiar los intereses que les fuesen asignados, en este caso una tumba sobre la que se había colocado el sello imperial de Roma.
¿Porqué los adversarios del Señor Jesucristo solicitaron fuese asignada esta guardia para custodiar la tumba? La respuesta está en sus propias palabras, ellos dijeron: “...nos acordamos que aquel engañador dijo, viviendo aún: después de tres días resucitaré...no sea que vengan sus discípulos de noche, y lo hurten, y digan al pueblo: resucitó de entre los muertos. Y será el postrer error peor que el primero” (Mt.27:63-65). Pero lejos de los discípulos siquiera este pensamiento, ellos estaban desmoralizados, llenos de tristeza y sin saber siquiera que pensar o hacer. La detención, el juicio y la ejecución del Maestro ocurrió demasiado rápido, apenas estaban el jueves a medianoche con él, y ya el viernes al medio día le miraban consternados en la cruz. No habían tenido tiempo para procesar sus emociones, ordenar sus pensamientos, replantear sus vidas a futuro. Nadie podría haber previsto que estos medrosos hombres podrían hacer algo importante en los días por venir. Ni siquiera eran habitantes de Jerusalén propiamente, eran galileos, de manera que en todos los sentidos tenían razones para estar muy afectados emocionalmente. No esperaban ellos la resurrección de su Señor, no creían ellos que eso sucedería, no guardaban la más mínima esperanza al respecto. Pero el Maestro todavía tenía cosas que enseñarles y compartir.
Dentro del sepulcro, sobre la roca fría, yacía el cuerpo del crucificado; había sido desclavado y preparado apresuradamente entre las 3 y lasa 6 de la tarde del viernes, antes que comenzase el sábado judío, el día de reposo, el cual se comenzaba a guardar aproximadamente desde las 6 de la tarde del viernes. La preparación consistió en envolver el cuerpo con lienzos de lino entre los cuales se colocaba un compuesto de mirra a manera de ungüento, madera machacada o pulverizada y especies aromáticas secas. Estos compuestos actuaban como una especie de sellador, de goma o cemento, entre los vendajes, los cuales se colocaban ajustadamente desde las axilas hasta los tobillos. Los hombros y el cuello quedaban descubiertos. La cabeza se envolvía con otros lienzos aparte, se le llamaba sudario. Y el cuerpo era colocado sobre especies esparcidas sobre la roca, la cual tenía además una especie de cabecera de piedra a manera de almohada. Razón tuvo el Señor cuando dijo que aquella mujer que derramó su perfume sobre su cabeza le ungía para la sepultura, puesto que con la premura de la venida del sábado apenas prepararon su cuerpo para dejarle en el sepulcro. Las mujeres acordaron que vendrían el domingo temprano para terminar la preparación del cuerpo de su Maestro. Lo que no sabían ellas era que ya él no necesitaría para ese entonces de esa preparación, de ese ungimiento en su cuerpo.
Entre el cuerpo del crucificado y la guardia romana se interponía una puerta que no era mas que una gran piedra circular a manera de disco, la cual, según una nota encontrada en un manuscrito muy antiguo, se estimó que una vez que la misma descendió por sus rieles hasta sellar la entrada del sepulcro, se necesitarían la fuerza de unos 20 hombres para hacerla subir de nuevo y dejar libre el acceso a la tumba.
Así estaba la escena en el día viernes en la noche y durante el día sábado. El cuerpo del crucificado estaba firmemente amortajado en un sepulcro sellado herméticamente por una piedra de gran tamaño y, custodiado además, por guardias romanos. Los discípulos y demás creyentes encerrados en sus habitaciones, abatidos y desconsolados. Los adversarios y enemigos del Señor estaban con toda seguridad celebrando su victoria sobre el Nazareno.
Pero, hemos de preguntarnos, ¿Dónde estaba el espíritu del Señor Jesucristo? Su cuerpo estaba en el sepulcro ¿y su espíritu?
La respuesta está en las mismas palabras pronunciadas por el Señor en la cruz, él dijo: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc.23:46). Jesús entregó su espíritu a Dios el Padre. Su espíritu fue a Dios, ante su presencia. No fue al infierno como algunos han afirmado, no fue a ser atormentado por el diablo como otros han dicho. No había necesidad de realizar ningún pago a Satanás por el pecado del hombre. El hombre era deudor por su pecado ante Dios y no ante Satanás. Además inmediatamente antes de entregar su espíritu el Señor Jesucristo exclamó “Consumado es” (Jn.19:30) lo que significa que la deuda del pecado había sido saldada en su totalidad, que lo que era necesario realizar ya había sido hecho. La ofrenda por el pecado había sido presentada, el Cordero había sido sacrificado, la sangre había sido derramada ante el altar, el Sumo Sacerdote Eterno se presentaba en el templo celestial con su propia sangre por primera vez y para siempre, con esa sola ofrenda se hacían aceptos y perfectos a los santificados y se obtenía eterna redención para todos los que quisieran creer, para todos los que en disposición de obedecer aceptan ser rociados con la sangre del crucificado. ¡¡Consumado es, Gloria a Dios!!
¿Desde cuando fue efectiva la sangre que se derramó en aquella cruz? Desde el mismo momento en que aquellas palabras fueron pronunciadas y nuestro Señor abandonó el cuerpo para presentarse ante el Padre. Por ello inmediatamente al morir, dice el evangelista que entre las cosas que sucedieron (oscuridad, terremoto, sepulcros abiertos, etc) sucedió algo muy significativo en el templo: la gran cortina que impedía el acceso al lugar santísimo, que según el historiador Josefo, tenía varios centímetros de grosor, se rasgó de arriba abajo por completo indicando que el camino para acercarse a Dios estaba listo, dispuesto. A partir de entonces por medio de la fe en Jesucristo, todos, absolutamente todos, podían acercarse a Dios, sin intermediarios, sin necesidad de presentar más sacrificios, sin ayuda de ningún sacerdote humano. Un nuevo camino fue abierto para acercarse a Dios por la muerte de Jesucristo.
¿Porque esperar entonces hasta el día domingo para la resurrección? No creo que nadie en esta tierra pueda tener la respuesta. Así fue determinado por Dios y así había sido profetizado por el Señor Jesucristo antes de su muerte. Sin embargo, permítanme presentar una humilde explicación.
Dios desde el principio ha considerado un tiempo de descanso (¿celebración?) después de sus obras. Así vemos que después realizar sus portentosos actos creadores tomó el séptimo día y lo santificó reposando de sus obras. Cuando dio la ley al pueblo de Israel Dios ordenó que hubiesen periodos de reposo y celebración, períodos en los que se dejaba de trabajar para solamente adorar y tener comunión con Dios. Un día de cada semana, un año cada siete años, una celebración especial cada semana de años, es decir cada 50 años, etc. Creo que no sería extraño el considerar que luego de una obra tan extraordinaria, importante y trascendente como lo es la redención del ser humano, la reconciliación del hombre con Dios por medio de la obra en la cruz, Jesús, nuestro Salvador y redentor haya tomado el día siguiente para dejar en reposo su cuerpo. Por ello creo que dijo el salmista “Mi carne también reposará confiadamente; porque no dejarás mi alma en el Seol, ni permitirás que tu santo vea corrupción” (Sal.16:9-10).
Ahora bien, la muerte de una persona, quien quiera que esta sea, tiene implicaciones profundas. Hemos sido hechos para la vida, no para la muerte. Tenemos conciencia de existencia y trascendencia. Sabemos que cuando dejemos el cuerpo iremos a algún lugar y que nuestra existencia no se extingue cuando cesan las funciones vitales del cuerpo. Sin embargo ¿Quién ha logrado salir victorioso en su lucha con la muerte? ¿Quién ha logrado burlar sus celdas y salir nuevamente a la libertad de la vida? ¿Quién ha escapado de sus dominios para mostrarnos sus debilidades? Hasta ese día nadie había logrado una victoria permanente en contra del imperio de la muerte en toda la humanidad. Desde aquel día trágico en que la muerte entró al mundo por medio de un hombre y de allí paso a todos sus descendientes (Rom.5:12), desde aquel oscuro día ni siquiera uno había logrado evadir los perjuicios, los dolores y los temores de la muerte. Aún mas, el imperio de la muerte estaba en poder del diablo y las llaves de sus puertas no estaban al alcance de mano humana alguna. De manera que los primeros sucesos relacionados con la resurrección de Jesucristo sorprendieron a entidades que operan en otra esfera. El formidable y aterrador castillo del imperio de la muerte fue sacudido hasta sus cimientos por cuanto aunque lo quisiera era imposible para ella retener entre sus convictos a Jesús el santo Hijo de Dios. Aquel que detentaba altivo el maligno honor de haber sido el causante del establecimiento del imperio de la muerte entre los hombres, el diablo, no pudo impedir el glorioso testimonio del hijo de Dios entre los espíritus encarcelados (1Pe.3:19) y no pudo evitar ser saqueado, vencido y despojado por Jesús, el victorioso Hijo de Dios. La Biblia dice acerca de Jesucristo y su resurrección textualmente:
“...al cual Dios levantó, sueltos los dolores de la muerte, por cuanto era imposible que fuese retenido por ella” (Hechos 2:24)
“Así que, por cuanto los hijos participaron de carne y sangre, él también participó de lo mismo, para destruir por medio de la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es al diablo” (Hebreos2:14).
Así como la muerte en la cruz constituyó la más profunda humillación para el Hijo eterno de Dios. Su resurrección marcó el inicio de su exaltación pública entre los principados y potestades angélicos y también entre los hombres.
Por la resurrección de entre los muertos el Crucificado fue proclamado Príncipe y Salvador. El apóstol Pedro expresó:
“El Dios de nuestros padres levantó a Jesús, a quien vosotros matasteis colgándole en un madero. A este, Dios ha exaltado con su diestra por Príncipe y Salvador, para dar a Israel arrepentimiento y perdón de pecados” (Hch.5:30-31)
Al ser resucitado de entre los muertos, a nuestro Salvador se le exaltó hasta el sitial más elevado y se le condecoró con el nombre de la más augusta y regia autoridad en todas las esferas de la creación. El apóstol Pablo dice:
“...estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por lo cual Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre” (Fil.2:8-11)
Al mirar la tumba de algunas personas se tiene que reconocer que se perdió la batalla contra el cáncer, contra las injusticias de la vida o contra la vejez simplemente. Pero al mirar la tumba de nuestro Señor Jesucristo hay que decir lo que dijo Pablo tan fervorosamente:
“¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria?” (1Cor.15:55)
La tumba vacía fue la primera evidencia de la victoria del Señor Jesucristo sobre la muerte. Los cuerpos de todos los hombres yacían en sus sepulcros como trofeos de las innumerables victorias que obtuvo la muerte. Pero en la madrugada de aquel día domingo un sepulcro contaba una historia distinta y anunciaba un nuevo ganador en la contienda. En un instante inesperado y sorpresivo un ángel descendió del cielo junto al sepulcro ante la guardia romana la que quedó en shock petrificada por el miedo y la sobrecogedora impresión. La misión de este ángel era hacer lo que difícilmente podía ser hecho por varios hombres, quitar la piedra de la entrada del sepulcro, romper el sello imperial romano, y montar una nueva guardia, angélica, para custodiar las prendas del que había estado muerto. No necesitaba el Señor resucitado que le quitasen esa piedra para salir, debía ser quitada para dejar en evidencia el suceso que había tomado lugar.
En la mañana de ese domingo hubo desde tempranas horas mucho movimiento; ángeles que anunciaban la resurrección del Crucificado, mujeres que iban y venían; unas temerosas, otras gozosas; y entre los discípulos, los primeros en ir al sepulcro para ver que era lo que sucedió con el cuerpo del Maestro, fueron Pedro y Juan. Así leemos:
“Corrían los dos juntos; pero el otro discípulo corrió más aprisa que Pedro, y llegó primero al sepulcro. Y bajándose a mirar, vio los lienzos puestos allí, pero no entró. Luego llegó Simón Pedro tras él, y entró en el sepulcro, y vio los lienzos puestos allí, y el sudario, que había estado sobre la cabeza de Jesús, no puesto con los lienzos, sino enrollado en un lugar aparte. Entonces entró también el otro discípulo, que había venido primero al sepulcro; y vio, y creyó.” (Jn.20:4-8)
Se nos dice que a lo que Juan entró en el interior del sepulcro y vio la escena en detalle, entonces creyó. ¿Qué creyó? Entendió que Jesús el Maestro había resucitado. No por el hecho de que la tumba estuviese vacía y la piedra removida de su lugar, sino, por la evidencia de los lienzos. La idea e imagen que parecen transmitir las palabras del evangelista es que los lienzos estaban sobre el lecho rocoso en perfecto orden y cuidado, es decir, los lienzos no estaban sueltos, sino armados y unidos con la mirra y el ungüento que se aplicó pero sin el cuerpo; el sudario puesto aparte, es decir, separado de los lienzos a la distancia que habrían establecido los hombros y el cuello, estaba enrollado todavía con la forma armada como si estuviese cubriendo la cabeza pero vacío.¡Qué impresión debió causar en Pedro y Juan el ver estos lienzos armados pero vacíos sobre la tumba!.
En los próximos cuarenta días el Señor Jesucristo se dejaría ver por todos sus discípulos, por muchos de los creyentes, por su hermano Jacobo, y por más de 500 personas. Durante ese tiempo confirmaría la fe de sus discípulos, les aclararía la necesidad e importancia de su muerte y resurrección en los propósitos de Dios, les daría las instrucciones finales para la predicación del mensaje de Salvación, y los comisionaría para predicar no solo en Israel, sino además en todo el mundo.
La resurrección del Señor Jesucristo tuvo lugar cerca del año 30 de nuestra era. Desde entonces se anuncia en todo el mundo la salvación y el perdón de pecados en su nombre y los creyentes tienen la certeza de que así como Cristo resucitó ellos también resucitarán para no morir jamás. La resurrección de Jesucristo es la garantía de que podemos vivir en novedad de vida al depositar nuestra confianza en él. Así como en la cruz el pecado de todos nosotros fue cargado sobre el Señor, cuando el resucitó y ascendió al Padre todos nosotros fuimos resucitados juntamente con él y fuimos colocados en autoridad al ser sentados juntamente con él en los lugares celestiales. La resurrección del Señor Jesucristo nos debe recordar nuestra aceptación definitiva y eterna en Dios, nuestra posición actual de autoridad sobre todas las cosas como su iglesia, nuestra futura pero segura participación de la resurrección de entre los muertos, nuestra permanente capacidad de andar en vida nueva según el poder del Cristo resucitado, y nuestra obligación de seguir anunciando los hechos que sucedieron y que son ciertísimos y constituyen la única manera de reconciliar a los hombres con Dios.
Que con todo nuestro ser podamos celebrar y experimentar en nuestras vidas el triunfo del crucificado, de aquel que dijo:
“...Yo soy el primero y el último; y el que vivo y estuve muerto; mas he aquí que vivo por los siglos de los siglos, amén. Y tengo las llaves de la muerte...”
(Ap.1:17-18)
Antonio Vicuña.
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