I.- La trascendencia de Abraham
Sin lugar a dudas pocas vidas han causado un impacto tan determinante en las generaciones posteriores como lo hizo Abraham. Impacto que no se debe a muchas de las cualidades que hoy son valoradas y exaltadas en nuestra sociedad: dinero, educación, ascendencia, posesiones terrenales, etc. Aunque Abraham era riquísimo, y era descendiente de los adelantados fenicios, y había logrado hacerse de toda una compañía de hombres y mujeres que le servían fielmente y le respetaban, no obstante, no se debe a ninguna de esas características la influencia que en la posteridad habría de ejercer el anciano Abraham.
Un hecho singular encontramos en la vida de este hombre y que le ha de signar como una persona diferente entre todos los hombres de su tiempo y en las generaciones por venir: Dios le habló. En repetidas oportunidades y en variadas situaciones encontramos a Dios en franco y abierto diálogo con este hombre, no porque este fuese renuente a escuchar su voz, sino, al contrario, por su profunda disposición a tomar en serio y obedecer aquello que Dios le decía. Es así como encontramos en el libro de Génesis en su capítulo 12 que se menciona “...Dios había dicho a Abram (Su nombre en ese entonces) vete de tu tierra y de tu parentela, y de la casa de tu padre, a la tierra que te mostraré”. Y cuenta la narración bíblica que el respondió a esa invitación iniciando un viaje sin saber a donde iba con la sola confianza de que Dios le dirigía. ¿Dónde comenzó ese viaje? Probablemente comenzó cuando estando en la antigua Mesopotamia escucho la voz de Dios por primera vez, la cual le invitó a salir de su tierra y para ir a una tierra que le habría de ser mostrada a futuro(Hch.7:2-4). Abram respondió a la invitación realizada por Dios y, muerto su padre, se dirige sin reservas en pos del llamado que Dios le ha realizado y comienza de esa forma una travesía caracterizada por la confianza en la guía y fidelidad de Dios. Esta cualidad en Abram resultó agradable ante los ojos de Dios, quien mas adelante manifiesta su intención de establecer su pacto para con él y su descendencia para siempre. En una de esas noches de tiempos inmemorables, Dios hablaba con Abram y le manifestaba su intención de bendecirle a él y su descendencia, entonces, inesperadamente, le invitó a salir fuera de la tienda en que se encontraba para contemplar los cielos y mirar en las estrellas un reflejo de lo que Dios le estaba prometiendo: así cómo multitud de estrellas llenan e iluminan el firmamento, así habría de ser su descendencia, numerosa en gran manera. El texto bíblico registra la respuesta de Abram a la declaración que Dios le hizo con las palabras: “Y creyó Abram a Dios y le fue contado por justicia” (Gen.15:6). Este con toda probabilidad fue un momento crucial y determinante en la vida de este hombre, quien ya no estaba aferrado a su cuna terrena; no estaba atado por los lazos del parentesco filial; no estaba animado por un proyecto personal que le diese razón e impulso a su existir; Abram entraba a un terreno insospechado, estaba entrando a una expectativa de vida totalmente diferente a la que hasta entonces había conocido; estaba entrando a una relación con Dios por medio de lo que más adelante con el paso de los siglos a él atribuirían como el ejercicio de un especial privilegio: la fe.
II.- La fe de Abraham
Si de una forma breve y precisa se puede definir la vida y principal cualidad de Abraham es por esa conocida frase, pero nunca gastada: “Un hombre de fe”.
La pluma del Apóstol Pablo tuvo que mencionar en diversas oportunidades su nombre y extenderse al comentar las implicaciones de sus fe; el escritor de los Hebreos también tuvo que dedicar parte de sus escritos al mencionar sobre su fe; todos los creyentes gentiles, es decir, de todas las nacionalidades ajenas a Israel, son relacionados con él y son, en cierta forma, descendientes suyos en la fe por medio de su Simiente la cual es Cristo Jesús. ¡Oh!, que alcance e impacto que se produjo en las esfera de la humanidad por el hecho de que un anciano hubiese creído sin reservas en la palabra de Dios.
A lo largo de la vida de Abraham se observará esa fe en acción en diferentes momentos y oportunidades; unas veces se mostrará de forma monumental y extraordinaria, como cuando en decidida obediencia levanta su mano para sacrificar a su hijo Isaac en presencia de Dios (Gen 22); otras veces se mostrará intima, humilde y sencilla, como cuando un año antes del nacimiento de Isaac se postra sonriendo sobre su rostro en presencia de Dios y, en una escena de maravillosa e indescriptible confianza, expresa: “¿a hombre de cien años ha de nacer hijo? ¿Y Sara, ya de noventa años, ha de concebir?” (Gen.17:17); otras veces se mostrará respetuosa aunque atrevida y tenaz, como cuando se dispone a interceder ante Dios por los posibles “justos” que viviesen en las ciudades de Sodoma y Gomorra (Gen.18:23-33). Esa actitud manifestada por Abraham, en esos y otros momentos, encierra en esencia lo que es la fe: ¡fe es confianza en Dios!. La fe es, antes que nada, una confianza profundamente personal e inquebrantable, que surge del hecho de conocer a Dios; de ese encuentro que tiene el alma con Dios que le lleva a confiar, a creer, a maravillarse y gozarse en la fidelidad y el amor de Dios. Abraham descubrió un tesoro maravilloso en su vida personal que redundaba, sin él proponérselo, en bendición para todos los suyos, e inclusive, aún sobre la descendencia que más tarde vendría: confiaba en Dios, creía en la fidelidad de Dios con respecto a las promesas que le había dado para su vida.
III.- El precio que Abraham pago por su fe
Pero la vida de fe también encierra un precio, un costo; no para obtenerla, sino que al vivir y actuar en fe, el hombre debe indefectiblemente dejar de lado relaciones, posibilidades, atisbos de seguridad, e incluso arriesgarse a realizar cosas que otros no hacen comúnmente. Es así como vemos a Abram saliendo de su tierra y de su parentela, del círculo de sus conocidos y de la seguridad que ello podría representar (Gen.12); lo vemos separarse de su sobrino Lot y renunciar a su derecho de “hombre principal” al ceder a este la oportunidad de escoger primero la tierra de su habitación (Gen.13:8-9); lo vemos arriesgándose en la noble y generosa empresa de rescatar a su sobrino y un grupo que con él habían sido capturados(Gen 14:14-16); lo vemos rechazando la oferta de una justa recompensa por el sólo hecho de guardar un buen testimonio en los años por venir(Gen.14); ¿qué le mueve a dar el diezmo de todo cuanto tenía al rey de Salem, Melquisedec?(Gen.14:20) Tendremos que afirmar que le mueve la fe; ¿porqué no acepta el botín de la recompensa que limpiamente se le ofrece por haber rescatado a los prisioneros? Tendremos que afirmar que es a razón de su fe; y así, en cada una de sus acciones, no podemos dejar de considerar que hay un único impulso detrás de sus acciones y detrás de su motivación: la fe en ese Dios maravilloso que se le ha revelado y a quien ha conocido.
IV.- Cuando la fe se debilita
La vida de Abraham nos muestra también que a veces la fe del creyente se debilita cuando este permite que el peso de las circunstancias y problemas desplacen su confianza en Dios. O cuando permite que el temor embargue su corazón o simplemente cuando se cansa de esperar el cumplimiento de los propósitos de Dios en su vida. En honor a la verdad bíblica es necesario reconocer que, aunque parezca extraño, en algunas pocas oportunidades este extraordinario hombre de fe, Abraham, actuó muy por debajo de su acostumbrado estándar de confianza en Dios. No obstante, la Escritura en su fiel y santo propósito también registra esos momentos de debilidad para nuestra edificación y ejemplo. Dos de esos esporádicos momentos son narrados en los capítulos 12 y 20 de Génesis, y ambos estuvieron relacionados con el temor que sintió Abraham de ser asesinado por los extranjeros que habitaban en el lugar a donde llegaba a razón de la belleza de su esposa Sarai. Estos sucesos tuvieron lugar en Egipto y en Gerar. Es difícil entender cómo Abram prefirió mentir antes que decir la verdad y confiar en Dios para su protección, si bien es cierto que Saraí era su media hermana, lo que Abraham pretendía era realmente ocultar que ella era su esposa, y, no se puede obviar que su dudosa conducta expuso a Saraí innecesariamente a injurias y vilezas que de no haber sido por la directa intervención de Dios en ambas oportunidades, ella hubiese sido mancillada en su dignidad de mujer casada. Gracias a Dios esos dos incidentes no trajeron consecuencias directas lamentables sobre Abram y Sarai. Abraham pues mintió sin necesidad en estas dos oportunidades. Sin embargo, hubo otro de esos momentos fatídicos en que aparentemente Abraham no obró en fe, el mismo está registrado en Génesis 16. Habían pasado poco más de 10 años desde que Dios le había dado la promesa a Abram de que habría de tener un hijo. La narración bíblica muestra que fue Sarai quien propuso a su esposo que se llegara a la sierva Agar para obtener de ella descendencia; no está claro si esa propuesta fue impulsada por el deseo de ver realizada la promesa de Dios o si fue por falta de fe en el poder de Dios, lo cierto e innegable, es el hecho de que Abram segundó la propuesta de su esposa para así obtener descendencia de ella, cosa que por cierto, no les fue indicada por Dios y que, como más tarde los hechos confirmarían, no formaba parte de la promesa dada por Dios a Abram en relación a su futura numerosa descendencia. Esa era la costumbre de esos tiempos en aquellos lugares. Abraham lo que hizo fue actuar como la gente comúnmente hacía y olvidó la promesa que Dios le había hecho. Dios permitió, no obstante, que Agar, la sierva de Sarai, concibiese de Abram y al año siguiente, siendo este de 86 años, nació Ismael. Trece años habrían de pasar antes que Dios ratificara su promesa nuevamente a Abram, aquella antigua promesa de un hijo con Sarai.
V.- Dios viene para avivar la fe
Era Abram de 99 años cuando Dios le visita nuevamente para hablar y confirmar su promesa para con él. 24 largos años han pasado desde aquella oportunidad cuando en obediencia y fe en Dios salió de la antigua Mesopotamia para vivir como errante en la tierra de la promesa. Aunque Dios le había prometido que tendría un hijo de su esposa los años pasaban y el hijo no llegaba. Mientras tanto se ha consumido el vigor físico tanto en él como en Sarai. Y pareciera que la promesa que Dios le dio fue sólo una buena esperanza sostenida en una época de su vida. Una esperanza que se quedaba en el pasado, en los días de su juventud. Pero un encuentro con Dios puede siempre hacer que sea renovada la fe, la esperanza, el gozo, la vida. Así como la vara de Aarón reverdeció en la presencia de Dios en aquella hora de prueba, también ahora la vida de Abraham, ya viejo y hasta cierto punto resignado, está a punto de florecer y dar renuevos en presencia de Dios. El episodio es narrado en Génesis 17 y es un cuadro pleno de significados y hermosos matices que sintetiza lo que Dios puede hacer en la vida de una persona cuando esta decide confiar en él. Demos un vistazo a unos pocos detalles allí presentes:
En primer lugar, Dios se le presenta como “el Dios Todopoderoso”(Gen.17:1). Si algo necesita aquel que duda o vacila en su fe es recordar que Dios es antes que nada el Dios Todopoderoso, Aquel para quien no hay nada imposible, Aquel, como lo diría siglos más tarde el escritor del Nuevo Testamento, que “llama las cosas que no son como si fuesen”(Rom.4:17). Abram no era la excepción, él necesitaba que su fe fuese avivada y sólo la revelación divina del poder de Dios podía realizar esa obra de avivamiento en su vida.
En segundo lugar, Dios le ratifica su intención de establecer su pacto para con él y lo que ello implicaba: que habría de llegar a ser padre de multitudes; pero, a diferencia de los anuncios anteriormente realizados, ahora le adjudica un nuevo nombre a Abram que le ayude a identificarse a sí mismo con el propósito que se ha de cumplir en él (Vs.4-8). Abraham ha de ser nuevo nombre, el mismo significa “padre de multitudes”, y expresaría de manera perfecta el plan de Dios para su vida, de manera que jamás olvidara la promesa recibida, ni tampoco en el futuro podría, seguramente, escuchar su nombre sin evitar recordar lo que Dios hizo, una vez que la promesa fuese cumplida.
En tercer lugar, Dios establece una señal que ha de ser guardada por Abraham y todos los relacionados con él hasta ese momento y en las generaciones por venir: la circuncisión. (vs.9-14) La cual como diría el escritor neotestamentario era una señal y como un “sello de la justicia de la fe que tuvo estando aún incircunciso”(Rom 4:11). Lo que refleja un principio siempre presente cuando se trata de verdadera fe: la fe siempre está acompañada de una señal externa y visible. La fe siempre será expresada en una obra, una acción, una conducta, una actitud, de alguna forma se manifestará y pondrá en evidencia la confianza en Dios que yace en lo profundo del corazón humano. Como lo diría el escritor Santiago “...la fe sin obras está muerta”(Stg2:26).
En cuarto lugar, consideremos la relación de Abraham con Sarai. La Escritura no abunda en detalles de cómo era su relación matrimonial. Sabemos de sus disputas a causa de Agar(Gen.16:5); de el mencionar de la vejez de Sarai por parte de su esposo (Gen 17:17); pero hemos de suponer que Abraham fue un buen esposo hasta ese momento, siempre fiel a ella, cuidadoso y protector, y era respetado por ella quien siempre le llamaba “mi señor”(Gen.18:12). No obstante Dios le dice a Abraham que de ahora en adelante ha de llamar a su esposa con un nombre diferente, la ha de llamar Sara, que significa “princesa” (vs.15-16). Creo que parte de lo que Dios estaba llevando a cabo con ese cambio de nombre era restaurar la relación matrimonial y la imagen de Sara ante los ojos de Abraham. Un principio de fe está también encerrado en este hecho: cuando un hombre tiene un encuentro real con Dios las relaciones fraternales que este sostiene con las otras personas son restauradas, sanadas y rejuvenecidas en el amor de Dios. Nadie podrá sostener con verdad que ha tenido en encuentro con Dios y mantenerse en enemistad con persona alguna, especialmente con aquellos cercanos a él. Es un principio que está claramente establecido en las Escrituras.
En quinto lugar, hemos de considerar el siguiente hecho: la persona con verdadera fe expresa sus dudas o temores en la presencia de Dios. Vemos a Abraham postrado ante Dios, se ríe, pero confiesa a Dios “¿A hombre de cien años ha de nacer hijo? ¿Y Sara, ya de noventa años, ha de concebir? Y dijo Abraham a Dios: Ojalá Ismael viva delante de ti”(Gen.17:17-18). La actitud de Abraham nos recuerda a la de aquel padre que cuando clamaba por ayuda para su hijo atormentado confesó delante del Salvador “Creo; ayuda a mi incredulidad”. Dios no le reprocha tales palabras a Abraham, sino que le confirma lo antes dicho: “Ciertamente Sara tu mujer te dará a luz un hijo, y llamarás su nombre Isaac; y confirmaré mi pacto con él como pacto perpetuo para sus descendientes después de él” (Gen 17:19). De manera, que aun en esta actitud de Abraham no hemos de encontrar otra cosa sino fe; confianza en Dios; tal intimidad como para expresarle sus temores con la esperanza de ser librado de todos ellos en la presencia de Dios. La verdadera fe no evade el problema del temor y la inseguridad humana, pero acude a la persona de Dios en busca de auxilio y liberación; en busca de seguridad y protección. Es así como el salmista expresó “En el día que temo, yo en ti confío” (Sal.56:3).
En sexto y último lugar, para nuestra consideración de este pasaje, vemos que cuando Dios “acabó de hablar con él”, con Abraham, este se apresuró a realizar todos los ajustes que Dios le pidió que hiciese (vs.22-27): circuncidó su carne y la de los hombres que estaban con él, incluyendo la de su hijo Ismael; y podemos imaginarnos que comenzó a llamar a su esposa “princesa”, y pidió que él mismo fuese llamado “padre de multitudes”. Si alguien preguntaba la razón de todos estos cambios, quizá él respondería ¡Dios lo ha mandado así!, y él ha prometido...
VI.- Cuando la fe es honrada por Dios
Al tiempo señalado, la promesa realizada se cumplió en la vida del hombre que creyó a Dios, y el hombre que era de casi cien años de edad vio nacer de su esposa, también anciana, al hijo prometido por Dios, el que le habría de heredar, en quien le sería llamada descendencia, Isaac. De esa memorable manera Dios honró la fe que Abraham depositó en él:
“Visitó Jehová a Sara,como había dicho, e hizo Jehová con Sara como había hablado. Y Sara concibió y dio a Abraham un hijo en su vejez, en el tiempo que Dios le había dicho. Y llamó Abraham el nombre de su hijo que le nació, que le dio a luz Sara, Isaac.Y circuncidó Abraham a su hijo Isaac de ocho días, como Dios le había mandado. Y era Abraham de cien años cuando nació Isaac su hijo. Entonces dijo Sara: Dios me ha hecho reir, y cualquiera que lo oyere, se reirá conmigo. Y añadió: ¿Quién dijera a Abraham que Sara habría de dar de mamar a hijos? Pues le he dado un hijo en su vejez”
(Génesis 21:1-6)
Setenta y cinco años habrían de transcurrir a partir del nacimiento del hijo de la promesa, antes de que Abraham dejase la tierra de Canaán para dirigirse a la tierra celestial. En ese tiempo vería morir a su amada esposa, a quien, por cierto, no tenía donde enterrar por ser “extranjero y forastero” entre quienes habitaba, por lo que compró una parcela para sepultura donde colocar a Sara. Más adelante el mismo sería sepultado en ese lugar “en buena vejez, anciano y lleno de años”(Gen.25:8).
Veamos el testimonio postumo que la Escritura nos ofrece de Abraham en Hebreos 11:8-12:
“Por la fe, Abraham, siendo llamado, obedeció para salir al lugar que había de recibir como herencia; y salió sin saber a donde iba. Por la fe habitó como extranjero en la tierra la prometida como en tierra ajena...porque esperaba la ciudad que tiene fundamentos, cuyo arquitecto y constructor es Dios...Por la fe también la misma Sara, siendo estéril, recibió fuerza para concebir; y dio a luz aun fuera del tiempo de la edad, porque creyó que era fiel quien lo había prometido. Por lo cual también, de uno, y ese ya casi muerto, salieron como las estrellas del cielo en multitud, y como la arena innumerable que está a la orilla del mar” .
VII.- Una palabra final
No han faltado las tergiversaciones y desleales propósitos de algunos que usando el nombre de Abraham han tratado de sacar ganancia personal de la vida y los registros santos que de este hombre tenemos en las Escrituras abrazando desviaciones sobre lo que es la fe bíblica; sobre lo que son los pactos establecidos por Dios en las Escrituras; sobre el valor de la pureza sexual en el matrimonio; sobre como se deben resolver las diferencias familiares, y muchas cosas más. Sin embargo, la vida de Abraham está retratada fielmente en el texto bíblico y continua hablando sobre lo que es la verdadera fe: una confianza que nos lleva a depender de Dios, a vivir una vida de separación y pureza a fin de honrar y dar gloria a su nombre; una confianza en la que hemos de aprender a depender no de nuestros recursos y posibilidades, sino de la fidelidad y la buena voluntad de Aquel que nos ha llamado. Vemos en Abraham a un hombre que aunque posee toda la tierra por ofrecimiento divino, sin embargo, no tiene donde reposar de forma definitiva la planta de su pie, sino que su vida transcurre en un peregrinar permanente. Y acaso, ¿no es esa la vida de fe que el creyente cristiano está llamado a vivir?: una vida de confianza en su Salvador, Señor y Dios; una vida de dependencia en las posibilidades del Espíritu Santo y no en las posibilidades humanas; una vida que se debe vivir de acuerdo con la voluntad divina y no de acuerdo con los deseos y antojos de la voluntad humana; una vida en la que aunque se reconoce como dueño de todo (1Cor.3:22), heredero de Dios (Gal.4:7), y coheredero con Cristo (Rom.8:17), sin embargo, debe comportarse como peregrino en esta tierra sabiendo que su verdadera ciudadanía está en los cielos (Fil.3:20). En tales aspectos y muchos otros Abraham es como uno de los nuestros, un “verdadero hermano en la común fe”, alguien con quien nos podríamos entender con facilidad y de quien podemos y debemos aun seguir sus pisadas, que son por cierto, las pisadas de un gran hombre de fe.
Por la gracia y misericordia del Señor, Antonio Vicuña.
No hay comentarios:
Publicar un comentario